San Pedro Claver S.J.: Apóstol de los Negros

(1580-1654)
Fiesta: 9 de Septiembre



La Iglesia española y el martirologio de la Compañía de Jesús se honra hoy con la memoria de San Pedro Claver, el apóstol y esclavo de los esclavos.

Tímido y sencillo, catalán corto en palabras y largo en hechos, Pedro Claver Corberó, conocido como “el esclavo de los esclavos”, es una de las figuras del santoral más apasionantes y arriesgadas del siglo XVII, cuya vida se desarrolló en el colorido contexto de aventuras, pasiones e injusticias del puerto negrero de Cartagena de Indias. Su entrega abnegada a los negros bozales, de los que los teólogos discutían incluso si poseían alma, es un antecedente admirable de la praxis de liberación cristiana, de la defensa de los derechos humanos y el compromiso preferencial de la Iglesia por los pobres y marginados.

Nacido en Verdu, de Cataluña, en junio de 1580, de humildes pero cristianos padres, estudió las primeras letras al lado de su tío, canónigo de la Catedral de Solsona, pasando luego al Colegio de la Compañía de Jesús en Barcelona. Había recibido ya la tonsura clerical, cuando ingresó en el Colegio; a los veintidós años lo encontramos en el Noviciado de Tarragona, en busca de la perfección y de las almas. En 1605 fue destinado al Colegio de Mallorca para estudiar la Filosofía. Los tres años que pasó en la isla fueron decisivos en la orientación de su vida.

Era entonces portero de aquel Colegio de Montesión el Hermano coadjutor San Alonso Rodríguez, venerable anciano tan ilustrado en los misterios de Dios, que aún los más doctos sacerdotes acudían a él en busca de consejo. Las dos almas se entendieron desde el primer encuentro. Pedro se entregó a la dirección espiritual del Hno. Alonso, el cual había conocido por luz sobrenatural que estaba tratando con un santo. Un día contempló en el cielo una serie de tronos maravillosos; entre ellos había uno más bello pero vacío: “¿Vez aquel trono? – le dijo el ángel de su guarda – está reservado para Claver, tu discípulo, quien lo ha de merecer con las heroicas virtudes y celo extraordinario que desplegará en las Indias occidentales, llevando muchas almas a Dios nuestro Señor.”

Terminada la filosofía, Claver volvió a Barcelona para estudiar teología y al año siguiente se embarcó a Sevilla con rumbo a Cartagena de Indias. Era el 1610. Durante el viaje, el joven misionero, que sólo había cursado el primer año de teología, se hizo apóstol y enfermero de todo el pasaje. Preparaba las medicinas, servía a los enfermos, catequizaba a los ignorantes. El capitán lo hizo sentar a su mesa y Pedro Claver se aprovechó de esta distinción para repartir los mejores alimentos a sus queridos enfermos.

Llegado a Cartagena mientras se habrían las clases de sagrada teología, se ocupó en el Colegio Santa Fe de Bogotá en los oficios de los hermanos coadjutores: sacristán, portero, enfermero, cocinero, con tanta satisfacción de su espíritu que pidió quedarse en aquel grado toda la vida. En 1612 los superiores le dieron orden de que reanudase la interrumpida teología, que terminó en 1615. De Santa Fe regresó a Cartagena donde fue ordenado de sacerdote y dedicado al ministerio con los pobres negros. Allí conoció al sabio jesuita Alonso de Sandoval, investigador de la vida de los negros y autor del famoso libro De instauranda ethiopum salute, quien, en contra del dominante ambiente esclavista, recibía con afecto y bautizaba a los esclavos que llegaban al puerto en abundancia y en un estado calamitoso en las bodegas de los barcos negreros, procedentes de África. El joven sacerdote siguió a la letra el método empleado por el padre Sandoval.

El infame comercio conocido con el nombre de “trata de negros” estaba entonces en todo su apogeo en manos de negreros, principalmente ingleses, portugueses y holandeses. Cada año millares de negros eran cazados como fieras en las costas africanas de Guinea, Congo y Angola y trasladados a los puertos de América en los inmundos bodegones de los barcos negreros, con cadenas, sin cama y mal alimentados. Muchos perecían en el viaje; los demás llegaban cubiertos de llagas purulentas. En los puertos de desembarco aquella triste mercancía humana era encerrada, como animales, en almacenes húmedos y oscuros o custodiados en grandes cercados hasta que los colonos los compraban para utilizarlos como esclavos en las plantaciones o en las minas. Uno de los puertos de desembarco era Cartagena en la actual Colombia. Este fue el campo de apostolado de San Pedro Claver durante cuarenta años, quien puso todo su orgullo y su ideal de sacerdote jesuita en mostrarse y firmarse “el esclavo de los pobres esclavos”.

Luego que sabía que se acercaba un barco negrero intensificaba sus oraciones y penitencias, iba casa por casa pidiendo limosna para sus “queridos hijos”. Fondeado el barco allí estaba Claver con sus regalos acompañados de los intérpretes. Subía al puente, saludaba sonriendo a aquellos infelices que lo miraban con el terror y angustian de un sentenciado a muerte. Los intérpretes los aquietaban clamando: “Buen ánimo hermanos, éste es vuestro padre” y Claver abría los sacos y para todos tenía un regalo.

Concluida esta primera entrevista con los sanos, bajaba a la bodega, donde el hedor era insoportable; allí se encontraban los enfermos y moribundos mezclados con los cadáveres de sus compañeros. Saludaba a todos, curaba sus úlceras, bautizaba a los desahuciados, repartía sus regalos, los abrazaba y besaba. El último adiós, antes de bajar a tierra, era la promesa de volver para la hora del desembarco.

Y allí estaba otra vez el P. Claver con sus intérpretes y algunos hombres robustos para el transporte de los enfermos en pequeños carros. Aquella escena de cristiana caridad contrastaba con la crueldad y avaricia de los negreros y comerciantes. Mientras la caravana era conducida a los lugares de concentración, el Padre subía a bordo y en sus propios brazos bajaba a los impedidos y los metía en los carros. En las barracas los acomodaba del mejor modo posible; y, reuniendo a los sanos para despedirse de ellos, fijaba el día y hora en que se volverían a ver para la primera lección de catecismo.

La doctrina se tenía, bien bajo un gran techo, bien al aire libre y al sol tropical. El santo tenía preparados bancos, cajones, cestas, esteras, cuanto había podido hallar. Por medio de intérpretes separaba a los paganos de los que habían recibido el bautismo; durante varias horas, les enseñaba la señal de la cruz y las principales verdades de la fe, y, para terminar, con el crucifijo levantado en alto decía: “Cristo Jesús, Hijo de Dios, Tú eres mi padre, mi madre y todo mi bien. Yo te amo mucho; me arrepiento de todo corazón de haberte ofendido. ¡Señor, te amo mucho, mucho, mucho!”

Mientras los negros estaban en Cartagena los reunía todos los días; mas cuando partían para las posesiones de los colonos, los despedía dándoles la mano, y con lágrimas en los ojos los exhortaba a conservar la gracia divina. Visitaba los hospitales y es célebre lo que cuentan de su manteo ¡Dios sólo sabe las veces que lo extendió en el suelo para recostar en él al enfermo, mientras le arreglaba la cama y cómo lo recogió hecho un asco! Hubo día en que lo tuvo que lavar hasta siete veces. Y aquel manteo no olía nunca mal, sino con frecuencia exhalaba un grato perfume, y no pocas veces fue instrumento de curaciones milagrosas.

Además acudía regularmente a la leprosería, hospital de San Lázaro, cuidada por los Hermanos de San Juan de Dios. Allí barría, arreglaba las camas, daba de comer a los enfermos y les llevaba pequeños frascos de licor. Conseguía mosquiteros, limosnas, medicinas y comida para aquel pobre hospital que era un conjunto de bohíos que llegó a albergar hasta setenta leprosos. Los días de fiesta les llevaba una comida más fina y una banda de música.

La fuente de todas sus acciones era la oración. Una visita a Jesús, una mirada al Crucifijo o a la Virgen bastaba para humedecer los ojos con amorosas lágrimas. Para su descanso le bastaban tres horas de sueño; sus penitencias eran extraordinarias: para beber, sólo un poco de agua; para comer, un pedazo de pan o las sobras de los demás; su cama, una estera, y por almohada, un tronco, y además de esto frecuentes y sangrientas disciplinas.

Cuando en 1650 le sobrevino su última y larga enfermedad llevaba 35 años de activo apostolado, y ahora empezó el del sufrimiento. Poco a poco fue perdiendo el uso de todos los miembros, sin poderse valer de ellos ni para tomar un bocado. En 1651 fue confiado al cuidado de un negro, que inconscientemente hacía el oficio de verdugo. El santo, lejos de protestar, cuando alguno de casa le ofrecía sus servicios, solía responder: “Gracias, me va muy bien con mi querido negro.” En los primeros días de setiembre de 1654 la enfermedad se agravó. Había predicho que moriría el día de la Natividad de Nuestra Señora. El día 6, llevado por dos negros, entró por última vez en la iglesia para comulgar; por la tarde le sobrevino una fuerte calentura y, al amanecer del día 8, entregó plácidamente su espíritu al Señor, a los 74 años de edad. Cuatro años antes, preguntado sobre cuántos negros había bautizado hasta entonces, respondió ingenuamente: “Más de trescientos mil.”

La muerte del santo conmovió a toda Cartagena de Indias, que desfiló ante el cadáver a besarle las manos y tocar su cuerpo con rosarios. Las autoridades pidieron que se retrasara un día el entierro para hacerlo con mayor solemnidad. Todos lo proclamaron santo. El propio gobernador, dos alcaldes e ilustres caballeros de la Armada condujeron su ataúd a hombros. Fue enterrado en la iglesia de los jesuitas, hoy de San Pedro Claver, donde en la actualidad reposan sus restos. Los negros cantaron en su misa y, transcurridos los años, su estatua cercana al mar se ennegreció con la brisa. Los negros porfiaban frente a ella: “Que no era blanco, sino negro, pues, si no, no nos hubiera querido tanto”. Tras un minucioso y largo proceso, con varias etapas, Pío IX, el 21 de septiembre de 1851 lo declara beato, y León XII, –que dijo: “Es la vida que más me ha impresionado después de Cristo”, lo canoniza el 15 de enero de 1888, junto a los también jesuitas San Juan Berchmans y su querido San Alonso Rodríguez. Como recuerda Juan Pablo II, que lo llama en su encíclica Sollicitudo rei socialis “modelo de solidaridad y testimonio para nuestros tiempos”, gracias a Sandoval y Claver, Cartagena de Indias fue declarada “Cuna de los Derechos Humanos”.

Bibliografía

Juan Leal S.J. “Santos y Beatos de la Compañía de Jesús” 1950, Editorial Sal Terre Santander
Enciclopedia Wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/Pedro_Claver

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