Los sentimientos de Cristo
Homilía por el P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
La lectura de hoy de la carta a los Filipenses continúa la del domingo pasado, saltando unas frases de aliento a mostrarse bien unidos en la fe sin miedo a los ataques de los gentiles. No les era nada suave a los Filipenses aguantar los ataques de los gentiles. A Pablo le habían encarcelado y azotado. Pero, pese a algunos defectos, la comunidad resistía.
Sin embargo, lo que es normal entre los hombres, aparecen grietas en la caridad. No parece por el texto que sean tan graves ni mucho menos escandalosas como las de Corinto. Podríamos calificarlas de más bien normales y aun pequeñas, pero Pablo les tiene un miedo enorme; si no se remedian a tiempo, pueden generar problemas graves.
Pablo aborda el problema sin mayores preámbulos. Tiene con ellos mucha confianza. Utiliza razones muy íntimas y profundas, maneja valores muy sentidos, que siente como fundamentales, y usa el tono solemne de quien habla de algo muy serio: “Si quieren ustedes darme el consuelo de Cristo y aliviarme con su amor, si nos une el mismo Espíritu y tienen entrañas compasivas, denme esta gran alegría”. Subrayo: Son hasta cinco los motivos con que arguye Pablo: el consuelo de Cristo, el amor del Padre que nos une, la comunión del Espíritu, la compasión y la alegría que le van a dar. Todo con acento de súplica apremiante; se invoca a lo más sagrado y más precioso: Denme el consuelo de Cristo, ese consuelo del que vivo, ese consuelo que me proporciona vivir con alegría encerrado en la prisión, ese consuelo superabundante, que sólo Cristo da y con el que es capaz de consolar a otros (2Cor 1,4-6), el consuelo de la cercanía de Cristo, que alivia a todos los cargados y agobiados (Mt 11,28). La fórmula tiene también un implícito sabor trinitario y es posible que Pablo lo tenga presente: el consuelo y alivio que le da Cristo, el amor cuyo origen es el Padre, la unión en la comunicación que atribuye al Espíritu. «Alívienme con el amor mostrándome el amor que nos viene del Padre». Alívienme: La caridad mutua que les va a pedir, va a darle a Pablo oxígeno para seguir testimoniando a Cristo con alegría. La caridad mutua en la familia, la caridad mutua en el trabajo, en la Iglesia, en la vida social en general, da oxígeno a la vida, a la familia, a la Iglesia, a la sociedad. En la misa la pedimos a Dios inmediatamente tras la consagración: «Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo». Alívienme en el amor del Padre: Porque su caridad muestra que el Padre les ama y que han recibido el amor del Padre y así pueden comunicarlo. Porque “el que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor (1Jn 4,8). “Si nos une el mismo Espíritu”: es el Espíritu de amor del Padre y del Hijo el que nos une con ellos y entre nosotros. Que “el que dice que ama a Dios y no ama al prójimo es un mentiroso” (1Jn 4,20). «Si tienen entrañas compasivas»: la frase, difícil de traducir, pretende expresar un sentimiento muy fuerte y profundo; podría también ser: “si tienen sensibilidad y corazón, denme esta gran alegría”, porque es algo que necesito.
Como ven por el número y calidad de razones, acudiendo a valores muy sentidos y para él fundamentales, se trata de algo muy serio: “Manténganse unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir”. “Unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir”. Denle vueltas y comprendan bien la expresión, de modo que la lleven más y más a cumplimiento en todo tiempo y lugar. La cultura de hoy está supersaturada de individualismo. Pero individualismo no es sino el apellido del egoísmo. La vida cristiana, los sacramentos, la oración, el compromiso, si no ayuda a ser personas de unidad, promotoras de concordia, obradoras de amor y sintonía, personas para los demás, no es vida cristiana y todos esos medios se están malbaratando. Cuando preparemos la confesión sacramental, examinemos siempre este aspecto en nuestra conducta.
Viene a continuación la aplicación. El egoísmo, la lesión de la caridad, vienen normalmente de la soberbia. Se quiere estar no debajo sino encima de los demás. Por eso el remedio es: “No obren por rivalidad ni por ostentación, déjense guiar por la humildad y consideren siempre a los demás como superiores a ustedes mismos. No se encierren en sus intereses, sino busquen todos el interés de los demás”. Medítenlo. ¿Lo hacen? Los que así procedan, no dudo de que su experiencia esté dando la razón a Pablo. “Bienaventurados los pacíficos, los sembradores de paz, porque ellos son los hijos de Dios” (Mt 3,9); porque no se puede vivir así sin estar muy cerca de Dios y sin verle en los hermanos. Los que humildemente tengamos que reconocernos todavía lejos de ese ideal, esforcémonos, pidámoslo a Dios, propongámoslo: “No se encierren en sus intereses, sino busquen todos el interés de los demás”. ¿No es así como deberíamos marchar tras el contacto y alimento de Cristo Eucaristía?
A continuación Pablo refuerza su argumento con el ejemplo de Cristo. El texto es importantísimo, precioso y de los más estudiados de la Biblia.
“Tengan ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. Se trata de hacer que lo que piensa y siente Cristo en todo sea el modo de pensar y sentir mío, el de cada uno. Es la participación plena del sarmiento en la vida de la cepa. “Para mí la vida es Cristo” (1,21) –recordémoslo. Este es el camino que con la gracia de Dios sigue el cristiano en su contemplación de la vida y palabra de Dios, esforzándose por aplicarlas a su propia existencia. Primero se admira, después se imita, luego se siente y sintoniza, luego se van haciendo propios los valores y modo de pensar y sentir de Jesús. En este camino el ejemplo fundamental y el objetivo básico es la virtud de la humildad. Pablo lo va a explicar. Y lo hace con un canto precioso, bordado, magnífico resumen y síntesis de Cristo, que iremos comentando paso a paso.
“Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios”. Tenemos aquí un texto más en que el Nuevo Testamento afirma la divinidad de Jesús. No cabe otra lectura a la luz de todo lo que sigue. Se refiere claramente a la existencia del Hijo antes de su encarnación. El Verbo, el Hijo, como también dice San Juan, “era Dios” (Jn 1,1). No se habla de apariencia, de mero disfraz divino sin que de verdad sea Dios. Es claro que de ninguna criatura santa (menos de Jesucristo) pudiera pensarse que aspirase ni de lejos a aparecer como Dios, confundiendo así a los hombres. Sería una blasfemia. Presentarse como lo que es, como hombre, sería entonces su deber para no engañar a nadie. El valor como argumento, para estimular al esfuerzo por la humildad, no está en que Cristo, siendo sólo hombre, se haya mostrado como tal, sino en que siendo Dios, teniendo la condición y naturaleza divina, no pretendió en su vida alardear de serlo, sino que, ocultando su divinidad, nació, vivió y murió como puro hombre, sujeto a todas las limitaciones de los hombres, más aún como parte de lo más despreciado entre los hombres: como un esclavo. Suponer en el argumento que Cristo no fuese Dios o no tuviera conciencia de ello en su vida y en su muerte, es suprimir toda la fuerza al argumento de Pablo. El valor del ejemplo de Cristo está en que, siendo Dios y teniendo conciencia de serlo, como que se desnudó de su divinidad, apareciendo, viviendo y muriendo como puro hombre y hasta como un esclavo. Nació en un establo, fue un niño, joven y hombre de un pueblo pequeño hasta los 30 años, actuó luego como un rabí y, como no se le creyó, lo mataron y crucificaron. ¿Dónde estaba su poder, su divinidad? “Si eres Hijo de Dios, baja ahora de la cruz y creeremos” –se reían sus adversarios (Mt 27,40.42). “Se despojó de su rango (divino) y tomó la condición de esclavo (es decir de hombre, pero además la crucifixión era suplicio de esclavos), pasando por uno de tantos (se cansaba, sentía hambre, sed...). Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”.
Pero la historia de Jesús no acaba en la cruz. “Por eso Dios lo levantó sobre todo (se trata de la resurrección y ascensión al cielo, del sentarse a la derecha del Padre, de la apoteosis y exaltación) y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»”. “El nombre” designa en la Escritura la dignidad, la majestad, la importancia y mérito de una persona. “Nombre-sobre-todo-nombre» designa aquí a quien los hebreos no nombraban con su nombre propio por respeto, el que tradujeron en la Biblia griega como “el Señor”, a Yahvé, a Dios. En conclusión: Cristo, al entrar en el Cielo, aparece ya como lo que es: Dios, el Hijo del Padre, el Señor a quien adoran los ángeles y los santos (Hch 2,36; Heb 1,3-13): “Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza. Y toda criatura respondía: Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los siglos” (Ap 5,12s),
Y concluye: “De modo que al nombre de Jesús (ante su poder, ante su dignidad, ante su divinidad) toda rodilla se doble (la señal de adoración a sólo Dios) en el cielo (ángeles y bienaventurados), en la tierra (los vivos), en el abismo (en el hades, donde esperaban los difuntos, o en el infierno de los demonios a su pesar), y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”. “Señor” –recordemos– es la forma de traducir el nombre de Dios en la Biblia. “El que se humilla será ensalzado” (Mt 23,12). El destino de Cristo es también el nuestro. Miremos, pues, a Cristo para imitarle. Si miramos a Cristo, la humildad, su fruto la caridad y cualquier virtud nos serán posibles.
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