Beatos Camilo Constanzo S.J., Agustín Ota S.J.

Y sus Compañeros († 1622)
Fiesta: 15 de Septiembre



Camilo Constanzo

Nació el 1572 en Bovalino de Calabria, de donde pasó a Nápoles para estudiar Derecho, aunque muy pronto había de dedicarse a la carrera de las almas. Tampoco aquí encontró su ideal y, siguiendo la voz divina, entró en la Compañía de Jesús a los veinte años de edad. Concluida su formación, pidió con instancia la Misión de China, y en marzo de 1602 abandonó Italia para saludar dos años después con el corazón rebosante de gozo el puerto de Macao. La prepotencia de los portugueses le cerró el paso de su querida Misión de China y sin desembarcar prosiguió hasta Japón, donde la Divina Providencia le tenía preparada la corona del martirio. El 17 de agosto del año 1604 desembarcó en Nagasaki y, después de un año de intenso estudio de la lengua nipona, empezó sus ministerios en Sacai, una de las cuatro más importantes ciudades del Japón.

Seis años trabajó sin descanso en Sacai, fortaleciendo a los fieles y aumentando el número de bautizados. De 800 almas que él convirtió a la fe, sólo una media docena cedió después ante la espantosa persecución que suscitó el infierno contra aquella floreciente cristiandad. La persecución de 1614 le obligó a abandonar el Japón y refugiarse en Macao. Aquí se dedicó durante cinco años al estudio de las sectas religiosas diseminadas por el Japón, China y Siam. El 1621 volvió vestido de soldado al Japón. Fue destinado a las cristiandades del reino de Figen, diseminadas sobre una gran infinidad de islas.

Hacía tres meses que trabajaba en la isla de Ikitzuki, de donde se dirigió un día en una barca de remos con el catequista Gaspar Cotenda y su inseparable amigo Agustín Ota para la isla de Noxima. Una cristiana que deseaba la conversión de su marido, oficial de justicia de la isla, no supo guardar secreto y habló con su esposo sobre el P. Constanzo diciéndole que ella le prepararía una entrevista con el misionero. El malvado idólatra fingió desear la conversión, y así pudo averiguar por la ingenua mujer quién había traído al padre a la isla de Ikitzuki, quién lo hospedaba, quién lo acompañaba y quiénes le ayudaban en su ministerio. Se enteró también de que había partido para Noxima y que no tardaría en regresar.

Con tales datos el traidor informó a los gobernadores de Firando, los cuales le enviaron tres lanchas y soldados para la captura del misionero. Llegaron a Noxima, pero el padre ya se había trasladado al islote de Ucu. Allí le sorprendieron el 24 de abril de 1622. El p. Camilo nos describe lo que después sucedió: “Llegado a Firando, dos jueces me preguntaron quién era yo. Contésteles que Camilo Constanzo, sacerdote de la Compañía de Jesús. Preguntáronme después a qué había venido al Japón, y yo, por respuesta, les entregué un escrito de nuestra santa fe. Oído esto, uno de los presentes dijo que yo era reo de muerte, y sin más me puso un lazo al cuello. Aquella misma noche fui traído a la isla de Ikinixima, en la que estoy encarcelado con un agustino y un dominico. La comida es de continuo cuaresma: arroz y verduras y alguna que otra vez un poco de pescado. Estamos rodeados constantemente de guardias, a los cuales yo predico nuestra religión.”

El día que le comunicaron la sentencia capital quiso demostrar su felicidad, según la costumbre japonesa, enviando al P. Provincial un relicario y la forma de su profesión solemne que había emitido el año 1616 en Macao. A los soldados que debían trasladarlo en barca desde Ikinixima hasta Firando, lugar de la ejecución, les dio las gracias y del mismo modo se portó con el oficial que llevaba la representación del gobernador de Nagasaki.

Ya en el lugar de la ejecución, al pasar por entre los numerosos espectadores tanto cristianos como paganos, le dijo en voz alta: “Yo soy el P. Camilo Constanzo, religioso de la Compañía de Jesús; que lo sepan bien los cristianos aquí presentes.”

Luego entró en el cerco de leña, y arrimándose al poste, dejó que lo amarraran muy fuertemente con sogas de cáñamo mojadas para que resistiesen más la acción del fuego. Así amarrado volvió a hablar de nuevo: “La causa de esta mi muerte es haber predicado a Cristo y la Ley de Dios. Los cristianos no tememos a los que matan el cuerpo, porque no pueden matar el alma. La vida presente podrá ser pobre y llena de trabajo, pero viene un día en que se acaba; la eterna no terminará nunca.”

Las llamas al elevarse ocultaron al predicador, pero su voz resonaba firme y vigorosa: Calló; el humo se desvaneció y las llamas bajaron, permitiendo contemplar a la víctima en profunda oración, con los ojos fijos en el cielo y el rostro lleno de alegría. Su alma inflamada de Dios dejó el cuerpo alabando constantemente al Señor. Haciendo un supremo esfuerzo, con voz poderosa gritó: “¡Santo, Santo…!”, y al repetirlo por quinta vez cayó muerto, quedando así finalmente satisfecho el más ardiente anhelo de una vida de cincuenta años.


Agustín Ota

Japonés, caído prisionero con su inseparable amigo el P. Constanzo, obtuvo pocos días antes que él, siendo casi de su misma edad, la ambicionada corona del martirio como miembro de la Compañía de Jesús. Había nacido en 1572 y adoctrinado por los jesuitas se hizo cristiano. Ejerció por varios años el oficio de sacristán y hecho prisionero con el P. Constanzo, pidió ser admitido en la Compañía de Jesús. Desde la cárcel escribió al P. Provincial solicitando su admisión. Siendo así que todas las demás cartas, o se habían perdido o habían sido interceptadas, la víspera del martirio llegó la respuesta del P. Provincial y Agustín Ota ofreció gustoso sus votos en la Compañía de Jesús, y novicio de un solo día las selló al siguiente con su generosa sangre.


Otros mártires

Otro compañero de apostolado, de prisión y de triunfo, fue Gaspar Cotenda, catequista del P. Constanzo, a quien había ayudado por varios años en sus Misiones. Sufrió con él los trabajos y privaciones de la cárcel, pero mereció precederle unos días en la corona.

También sufrieron el martirio dos niños: Francisco Taquea y Pedro Xequio, de doce y siete años, dignos hijos de gloriosos mártires que en aquella persecución habían ya vertido su sangre por la fe. Es fama que la muchedumbre que presenciaba el espectáculo del cruento martirio se conmovió profundamente, viendo aquellos dos tiernos corderillos que con alegre semblante se dirigían a la muerte, como si caminasen a una fiesta, y especialmente al contemplar al noble catequista Gaspar Cotenda, que no pudiendo contenerse ni cabiendo en sí de gozo por la dicha de morir por Jesucristo, presentaba el cuello sereno y valiente a los golpes del verdugo.

Fueron beatificados el 7 de julio de 1867


Bibliografía
Juan Leal S.J. “Santos y Beatos de la Compañía de Jesús” 1950, Editorial Sal Terre Santander.

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