Lecturas: Jer 20,7-9; S. 62; Ro 12,1-2; Mt 16,21-27
Progresar en la vida de fe
Homilía por el P. José R. Martínez Galdeano s.j.
Con la breve perícopa (o fragmento de la Escritura), leída hoy, San Pablo comienza la parte final de su carta, que dedica a recomendaciones morales. Lo hace de modo normal. La fe estaría muerta si no tuviese incidencia moral en la vida (St 2,17). En la carta a los Romanos esta parte ocupa tres capítulos y medio. Se dedica el medio capítulo final a saludos de despedida a personas concretas, que son muchas, lo que llama la atención, pues San Pablo todavía no había estado en Roma.
La fe estaría muerta y no salvaría si no tiene consecuencias en el comportamiento moral (St 2,17). Ello es claro en la enseñanza de la Iglesia y en la Biblia misma, Antiguo y Nuevo Testamento, y lo saben ustedes muy bien. Hay que creer; pero no basta. “Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y arrojado al fuego. No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,19-21). Por eso San Pablo, insistiendo tanto en la necesidad de creer en Jesucristo y en que nadie se salva sino por Cristo, termina sus cartas aplicando la fe a la vida moral.
“Los exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios”. Se siente “como un aborto, el último de los apóstoles, indigno del nombre de apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios; mas por la gracia de Dios es el que es” (1Cor 15,8s). De todo lo que ha llegado a saber y experimentar de Dios, su misericordia es lo que más le conmueve y llega adentro. Y la verdad es que lo que más ha querido y quiere revelar Dios a los hombres a lo largo de la historia de la salvación y de la historia de cada uno, es su misericordia. “Señor, Señor, –exclamó Moisés en la experiencia de Dios más grande de su vida– Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado” (Ex 34,6-7). Esa conciencia de haber sido objeto de la misericordia de Dios es el gran fundamento sólido de la santidad. Es la perla preciosa de los grandes convertidos, como Pablo (estamos en el año paulino), Ignacio de Loyola, Francisco de Asís, Edith Stein y tantos más. Cuando ya ha llegado al seno de María y está a punto de aparecer en este mundo, canta María con entusiasmo que “el Poderoso ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de todas las generaciones” (Lc 1,49s). Repítanselo ustedes cada día, cada momento, cuando se ponen en oración, cuando vienen a misa: Yo soy objeto de esa misericordia; Dios me ha perdonado y me ha dado su gracia; he quedado limpio, libre, estoy vivo, soy hijo de Dios... por su misericordia. “Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios (esa gracia que es fruto de la misericordia) a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el mundo presente, aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo. Pues también nosotros fuimos en algún tiempo insensatos, desobedientes, descarriados, esclavos de toda suerte de pasiones y placeres, viviendo en malicia y envida, aborrecibles y aborreciéndonos unos a otros. Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración (el bautismo) y de renovación del Espíritu Santo, que Él derramó sobre nosotros en gran cantidad por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados con su gracia, fuésemos hechos herederos, en esperanza, de vida eterna” (Tit 2,11-13; 3,3-7). ¿No es verdad que aun en este mundo nuestro destino es maravilloso?
No dudemos, pues, hermanos, “por la misericordia de Dios, en presentar nuestros cuerpos (Pablo entiende aquí por cuerpo la persona entera) como hostia viva, santa, agradable a Dios; sea éste su culto espiritual”. Es un lenguaje litúrgico, cultual. Recuerden que el bautismo nos ha consagrado a Dios. Somos personas sagradas, un pueblo –como dice San Pedro– sacerdotal y santo por la unión con Cristo y la presencia y comunicación del Espíritu Santo (1Pe 2,5.9). Nuestras obras buenas, hechas en gracia de Dios, no son meramente nuestras, son también de Dios, son fruto de su presencia en nuestra alma y de las virtudes teologales e infusas que nos comunica por el Espíritu Santo. Por eso, al hacerlas como Dios quiere, estamos reconociendo a Dios lo que es, el Señor, y le damos además el culto que se merece y pide. El Señor lo dice claramente en los profetas: “¿A mí qué tanto sacrificio vuestro? – dice el Señor –Harto estoy de carneros y la sangre de novillos no me agrada... Quiten sus crímenes de delante de mi vista, dejen de hacer el mal, aprendan a obrar el bien, busquen lo justo, den sus derechos al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda” (Is 1,11.16-17). Este es el sacrificio que yo quiero. La gota de agua que en el ofertorio el celebrante mezcla con el vino representa nuestras buenas obras, que, unidas a Cristo, se convierten en sacrificio de Cristo, digno del Padre, lo mismo que el agua se convertirá en la sangre de Cristo con las palabras de la consagración. No olviden recordarlo en el ofertorio. El justo vive de la fe. Así la vida de cada uno de ustedes se convierte en obra de Cristo, en culto razonable, como Dios se lo merece, para gloria de Dios y salvación de los hombres. “Por Cristo, con Él y en Él a Ti, Dios Padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo todo honor y toda gloria”. No se trata sólo de la hostia y vino consagrados, sino de toda nuestra vida. Por eso todo el pueblo se une respondiendo: “amén”.
De esta forma la vida cuya calidad y valor supera con mucho a la meramente humana. Por eso “no se adapten a los criterios de este mundo, sino transfórmense por la renovación de la mente, para que sepan discernir lo que es voluntad de Dios, lo bueno, lo agradable, lo perfecto”. En este mundo reinan la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la codicia de las riquezas (1Jn 2,16). No en vano le dijo el Demonio a Cristo: A mí se me ha dado el poder y la gloria de los reinos del mundo.
“Transfórmense”. Esto es la conversión a la santidad. La conversión perfecta que comienza con el impulso de la gracia de Dios, no continúa hasta su perfección sin la aceptación y colaboración de cada uno. Recuerden el ejemplo de enfermo. Solo no se cura. Necesita del médico. Pero es necesario que colabore y haga lo que él le diga. Por eso “transfórmense”. La purificación de la mente ha de continuar. “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Quienes así se esfuerzan por ser mejores, purifican su alma y, como en un espejo limpio se refleja mejor la imagen y a través de un cristal limpio se ve con más claridad, así el corazón se va purificando con las buenas obras y va teniendo más capacidad para distinguir lo que Dios quiere, lo que en cada momento es lo bueno, lo que agrada a Dios y es lo mejor. La oración, los sacramentos, la Eucaristía, os han de ayudar a ello.
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