P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita
El nombre Jesucristo señala al Jesús histórico como resucitado, exaltado y viviente y enviado también para nosotros hoy. Designa al Jesús de hace 2.000 años pero incorruptible, inmortal, transfigurado y glorificado para siempre. Aquel era en su vida temporal un maestro que enseñaba con autoridad: “Se admiraban de su enseñanza porque les enseñaba con autoridad, y no como los maestros de la ley” (Mc 1,22); “El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica, es como aquel hombre sensato, que edificó su casa sobre piedra y roca” (Mt 7,24).
Jesús vivió su muerte como un servicio en favor de los hombres y de forma paciente en actitud de fidelidad al Padre: “Es preciso que sufra mucho y sea rechazado por esta generación” (Lc 17,25). Jesús no quiso ni buscó el tornar la iniciativa de presentarse como “mesías” con el fin de evitar, sin duda, falsas interpretaciones. Pero sus discípulos, ya resucitado Jesús, comienzan a captar su misterio y el sentido de su vida y de su muerte: “— (...) Y no seas incrédulo, sino creyente. Tomás contestó con fe: — ¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,27-28); “— ¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32). San Pablo dirá: “Porque si proclamas con tu boca que Jesús es el Señor y crees con tu corazón que Dios le ha resucitado de entre los muertos, te salvarás” (Rm 10,9).
El ruego suplicante “marana tha” en lengua aramea, “¡Señor nuestro, ven!” (Ap 22,20), se puede interpretar como una presencia continua del Jesús viviente en la historia de la salvación de los hombres. “Dios ha constituido Señor y Mesías (Cristo) a este Jesús a quien vosotros crucificasteis” (Hch 2,36). Los evangelios nos muestran su misterio insondable, a través de escenas y pasajes de la vida terrena de Jesús, es decir, el venir a ser Señor a los ojos incrédulos de sus apóstoles.
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