P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita
En su última cena el Señor nos da un “mandamiento nuevo”. “Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros. Como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros. Vuestro amor mutuo será el distintivo por el que todo el mundo os reconocerá como discípulos míos” (Jn 13,34-35).
El amor de Jesucristo se nos ha manifestado en la entrega total de su vida en Jesús de Nazaret hasta el ofrecerse a padecer sufrimientos y muerte y pasar así a una vida plena exaltada a la derecha de Dios como la primicia de una cosecha que somos nosotros. “Como primer fruto, Cristo. Luego, el día de su gloriosa manifestación, los que pertenezcan a Cristo. Después tendrá lugar el fin, cuando destruido todo principado, toda potestad y todo poder, Cristo entregue el reino a Dios Padre” (I Cor 15,23-24).
En primer lugar, Jesús se dirige a sus apóstoles, a sus discípulos, a la Iglesia que está siendo edificada en su comunión. Si ellos han de proseguir con su misión de salvación hacia los demás, han de amarse entre sí de forma nueva con la ofrenda de sus vidas y dando testimonio de vida plena. La vida nueva corresponde al Espíritu que ha de alentar en ellos por la fe. Este mandamiento nuevo es el caballo de batalla del ser en verdad Iglesia como sacramento salvador en medio del mundo; o más bien quedarse simplemente en ser una asociación humana que se reúne para hacer cosas buenas y encauzar las inquietudes religiosas de sus miembros. Quizás la tarea más urgente de la Iglesia de hoy sea la de que sus miembros se quieran entre ellos como animados por un sólo Espíritu, una misma fe. El que puedan alcanzar el ser signos de salvación, una “buena noticia”.
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