P. Adolfo Franco, jesuita
Lectura del santo evangelio según san Mateo (10, 37-42):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.»
Palabra del Señor.
Como los apóstoles pidieron a Jesús que les enseñara a orar, nosotros también podemos pedirle que nos enseñe a amar como es debido.
Jesús inicia este párrafo del Evangelio de San Mateo con una afirmación muy fuerte, que resulta como un desafío: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí”. Y en todo el párrafo se van haciendo aclaraciones importantes sobre lo que es el amor cristiano, el mandamiento nuevo que nos enseña un “amor nuevo”. Y es que Cristo fundamentalmente en el Evangelio nos enseña cómo amar, quiere instaurar en nuestra alma el verdadero amor, ya que el amor es lo más importante de la persona humana, incluso lo que le da verdadero valor humano y cristiano a la inteligencia y a la libertad.
Jesús nos da enseñanzas sobre el amor, purificando primero el amor a la propia familia. El conjunto de personas que más amamos, que nos rodean de cerca y nos nutren de afecto y de valores, deben ser amadas con el amor que nos brota de Dios. Así las amaremos de verdad: amarlas en Dios es amarlas más y amarlas mejor.
Este mismo amor de Dios debe liberarnos del amor de las comodidades, hasta llegar al amor de la cruz. Ese amor que Cristo quiere comunicarnos, debe llevarnos a arriesgar la vida por Dios, y así debemos amar a Dios más que a nuestra vida. Finalmente, la enseñanza se hace concreta y pragmática, y nos dice que amar a Dios es acoger al prójimo, y darle un vaso de agua fresca. Si no, todo el pretendido amor no es más que humo que se desvanece.
En este amor nuevo, Jesús nos dice que Él debe tener prioridad; sería una nueva versión del primer mandamiento que se nos reveló ya en el Antiguo Testamento “amar a Dios por encima de todas las cosas”. Pero Jesús añade algo más, que no estaba en la formulación tradicional del primer mandamiento: “el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. Parece que es un nuevo aspecto del amor, que aquí se nos inculca: el amor a la cruz. Esto completa lo anteriormente dicho; es decir, amar a Jesús, implica amar su cruz. Pero hay que entender este concepto de cruz, para no convertir la vida cristiana en masoquismo. Cargar la cruz evidentemente tiene que ver con el sufrimiento, pero es más que eso (además el sufrimiento no puede ser un fin de la vida espiritual, es sólo un medio); amar la cruz es recibir toda la vida personal, con las limitaciones y dificultades incluidas, como don que Dios me ha hecho porque me ama. Tener alegría con mi realidad, porque viene de Dios. Mi realidad es mi propia cruz.
Pero este párrafo sigue con más indicaciones sobre el “amor nuevo”. El verdadero amor a la vida propia, es saber arriesgar la vida, si fuere necesario. El egoísmo es perder la vida. Un amor centrado en uno mismo, es un mal amor, es destructivo: “el que ama su vida la perderá”. La vida está hecha para entregarla, más que para encerrarse en una autodefensa egoísta. Y es que el amor es una salida de sí mismo: sacar las fuerzas del corazón, y entregarse de una forma totalmente pura, sin mezcla de búsqueda personal.
Por último, el amor debe referirse a los demás: y en estos demás, Jesús incluye al apóstol que predica, y a los pobres. Pero en general se trata de la acogida a los hermanos. Porque es interesante que en este momento se nos presente el amor, como acogida: “el que recibe” Y todos hemos experimentado, cómo la acogida cordial es una forma del verdadero amor. Acoger: aceptar a una persona en la casa, no en el umbral de la puerta. Cuando recibimos a un vendedor, o a alguien extraño en la casa, no lo hacemos pasar del dintel de la puerta; en cambio a un familiar lo hacemos pasar adentro, al interior. Y esa es la acogida que Cristo nos pide con los hermanos, recibirlos en lo interior de nuestro corazón, no simplemente soportar su presencia (esto sería recibirlo en el umbral de nuestra casa), sino acogerlos. Y de una forma especial acoger a quien nos evangeliza, y a los pobres. Y además de acoger, que es la actitud inicial del amor, cuando alguien se nos presenta, hay que darles un vaso de agua, el agua de nuestra propia cercanía y comprensión; hay que llegar a calmar las necesidades de aquel a quien hemos acogido, para que nuestro amor sea genuino.
Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Ministerio de Liturgia de la Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
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