P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita
El arranque de nuestra fe es, sin duda, cristocéntrico. Jesucristo, el viviente, es su centro; y su espíritu que se nos comunica, su motor y su ánimo. Algo o con frecuencia “alguien” que nos supera y nos da vigor a veces contra toda esperanza. En definitiva, el Espíritu es un alguien “personalizado” que está en nosotros, en uno mismo.
Desde sus comienzos, la experiencia del Jesús viviente (resucitado) nos fue transmitida por sus apóstoles y sus discípulos, los más cercanos. Este grupo de hombres y mujeres despertaron como de un sueño a la realidad del viviente por iniciativa del mismo Jesucristo. Y cruzaron las fronteras del miedo y temor al del coraje y al sentirse animosos y con fuerza; del ser ignorantes y de un habla balbuciente, a la del expresar su indecible experiencia con una gran elocuencia comunicativa y persuasiva; del ser tímidos y huidizos, a presentar su testimonio incluso ante unos duros tribunales determinados a una condena irremediable. Aquellos apóstoles y discípulos, formados por Jesús, transfigurados ya por el Espíritu, fueron sus testigos, los que proclamaron su experiencia hasta el confín del mundo.
Y para proceder a la elección por suertes del discípulo y apóstol Matías como sucesor de Judas el traidor, escribe Lucas en palabras atribuidas al apóstol Pedro: “Es, pues, preciso que elijamos a uno de ellos para que junto con nosotros dé testimonio de la verdad de la resurrección” (Hch 1,22).
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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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