P. Adolfo Franco, jesuita.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (10,26-33)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído pregonadlo desde la azotea. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y los gorriones. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo.»
Palabra del Señor
Un mensaje muy oportuno para liberarnos del miedo que se ha extendido tanto por el virus.
Un anuncio repetido en el Evangelio, desde los comienzos de la infancia de Cristo, hasta la resurrección es “No tengas miedo”. Anuncio que en este párrafo del evangelio de San Mateo se repite varias veces. Y además Jesús nos da una motivación fundamental para quitarnos el miedo: “No tengas miedo, porque Dios tu Padre te cuida”.
Tenemos miedo de acontecimientos, de personas, de nosotros mismos. ¿De qué nos vienen los miedos? ¿Por qué nos vienen los miedos?
Sentimos nuestra pequeñez, nuestras limitaciones. Uno de los temores más frecuentes es el temor de la enfermedad. La vemos como una amenaza a nuestra tranquilidad, o a nuestra integridad física, al bienestar que necesitamos para vivir. Ciertamente nos da miedo estar enfermos, porque la enfermedad nos limita mucho y además con frecuencia va acompañada de dolores.
Nos da miedo la muerte. Es un temor natural por un lado, pero por otro, siendo parte inherente de nuestra condición de criaturas sometidas al paso inexorable del tiempo, deberíamos aceptarla, y encontrar la manera de hacer las paces con esta realidad constitutiva de la vida humana; y más aún si, como creyentes, sabemos que es una ventana hacia Dios.
Tenemos miedo a las amenazas exteriores, que pueden venirnos de personas que nos agreden, que nos imponen su fuerza. Temores de catástrofes. Tenemos miedo de los terremotos, de las inundaciones, de los huracanes, de los ladrones, de los terroristas.
A veces nos tenemos miedo a nosotros mismos. Miedo a equivocarnos, miedo a elegir mal, miedo a tener que resolver situaciones complicadas al interior del trabajo, o de la familia. Miedo a la vejez, miedo a estar sin futuro.
El Evangelio es un anuncio (casi una orden) “No tengas miedo”. ¿En que se fundamenta este anuncio? En este párrafo del Evangelio se nos dice que nuestro Padre cuida de nosotros. La Providencia rige nuestras vidas. La presencia de Dios cerca de nosotros debería espantar todos los miedos. E inclusive podría llegar el momento en que convirtiéramos las amenazas en aliados de nuestra vida. Dios está con nosotros, nuestra vida está en sus manos. Esos son los motivos con los que el Evangelio quiere eliminar de nuestras vidas el miedo.
Y es que el miedo, que por una parte es un sentimiento natural, por otra parte puede llevarnos a tener una vida triste, llena de inquietud, falta de vitalidad. El miedo nos quita alegría, y energía. Podemos superar el miedo, no mediante la solución de no pensar; el ser inconscientes e irresponsables, no es una salida para el miedo; es la solución del avestruz, que entierra su cabeza en la arena, para no ver el peligro; como si, no viendo el peligro, éste desapareciera. Seríamos como niños, que cuando sienten miedo en la cama, se esconden debajo de la almohada.
Podemos superar el miedo, porque Alguien más grande que todas las amenazas, nuestro Padre, camina a nuestro lado. El cuida de nuestra vida, porque para El somos lo más importante. A nosotros a veces nos queda algo así como un rompecabezas, difícil de armar ¿cómo se juntan las piezas del sufrimiento, de las dificultades, de nuestra propia pobreza personal, con esta certeza de que Dios nos cuida, de que nos trata como hijos? Así resolvía San Pablo este difícil problema: “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rom 8, 28)
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