P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita
Esta luminosa experiencia espiritual de la resurrección real de Jesús que vivieron de manera comprometida, existencial y hasta comunitaria sus apóstoles y testigos los más inmediatos y directos, engloba las tres relaciones íntimas amorosas del ser divino. Un ser uno en su misma esencia, en su naturaleza y un ser también distinto entre sí como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Así es el Dios cristiano. “La gracia del Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros” (2Cor 13,13). Pero uno sólo es el amor absoluto, infinito. La aproximación a este misterio central de la fe quizás podamos sentirlo desde el corazón que busca dar de sí mismo y acierta a recibir desde fuera de uno mismo. “Dios es el manantial del amor. (...) El que ama es hijo de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” (l Jn 4,7-8).
Jesucristo, o Jesús el Cristo, el ungido, es “el Verbo que en el principio estaba junto a Dios y que era Dios” (Jn 1,1). En él se nos revela y se nos comunica el mismo Dios de forma directa y no confusa. “En los nombres relativos de las personas, el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre y el Espíritu Santo lo es a los dos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 255). El sobre-nombre “Cristo” subraya ésto, es decir, que Jesús estaba lleno del inmenso Espíritu de Dios. Jesucristo está así “inseparablemente e inconfusamente” unido a Dios, como lo expresó la Iglesia en el concilio universal de Calcedonia (a. 451). Verdadero Dios y verdadero hombre.
Jesucristo fue una auto-conciencia y una libertad humanas, un alma y un cuerpo. Y conforme a la tradición dogmática de la Iglesia su naturaleza humana estaba unida por la fuerza de Dios (unión hipostática) al Hijo (la segunda persona en la Trinidad). Ahora bien, cuando se emplea el término “persona” en los concilios y documentos teológicos, se usa esta palabra en una acepción muy diferente a la ordinaria nuestra de hoy día. Lamentablemente, cuando oímos hablar de tres personas en Dios, propendemos a concebirlas conforme al moderno término de “la persona” (dominado por la sicología). Y así concebimos la afirmación de fe en la santa Trinidad en una doctrina de tres dioses, sin tan siquiera sospecharlo en modo alguno. No es necesario insistir en ello pues la fe sencilla y humilde intuye la verdad revelada que propone la Iglesia.
La verdadera y genuina concepción del Dios trinitario, lo que afirma es que Dios es en su esencia amor uno y que en él coinciden y forman un sólo ser autoconciencia y libertad. Ambas pertenecen al ser divino de Dios. Puesto que Dios es amor, Dios en sí mismo no es ni la simple unidad de un ser para sí, cerrado, ni tampoco una pluralidad de varios seres divinos que están unidos entre sí. En él se concilian la unidad y la pluralidad; pues él existe en “relación” real como Padre respecto del Hijo y de ambos respecto del Espíritu Santo. “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelar” (Mt 11,27) De la relación entre el Padre y el Hijo, el fruto eterno es el Espíritu. Y la tarea común del Dios uno y trino es la de reproducir la imagen de su Hijo en los hombres (Rm 8,29) gracias al Espíritu de adopción filial (Rm 8,15).
Por consiguiente, cuando hablamos de tres personas en Dios, estamos hablando de un Dios, ser espiritual absoluto y relacional, que se distingue por tres relaciones esenciales. Cada una de ellas en sí recibe el nombre de “persona” (hipóstasis).
A veces se lee y escucha que el amor humano existe en tres formas o dimensiones primigenias; como un amor donante y creador de vida, como un amor receptor filial y como un amor de asociación. A ello correspondería en Dios (fuente de todo amor) el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Ya en el plano de la obra de la salvación, el Dios trinitario se revela y deja sentir también en este mundo en sus tres relaciones distintas: como Padre en la creación y en la encarnación; como Hijo en el hombre Jesús; y como Espíritu Santo en la Iglesia, cuerpo místico y sacramento de salvación, por quien somos templos vivos del Espíritu Santo. De esta manera se hace realidad el texto de san Pablo: “¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3,16)
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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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