El regreso del hijo pródigo de Rembrandt |
Lucas 15,
1-3, 11-32
Todos los publicanos y pecadores se
acercaban a Jesús para escucharlo.
Los fariseos y los escribas murmuraban,
diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo entonces esta parábola:
Jesús dijo también: «Un hombre tenía
dos hijos.
El menor de ellos dijo a su padre:
"Padre, dame la parte de herencia que me corresponde". Y el padre les
repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor
recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes
en una vida licenciosa.
Ya había gastado todo, cuando sobrevino
mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones.
Entonces se puso al servicio de uno de
los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos.
Él hubiera deseado calmar su hambre con
las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.
Entonces recapacitó y dijo:
"¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí
muriéndome de hambre!".
Ahora mismo iré a la casa de mi padre y
le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser
llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros".
Entonces partió y volvió a la casa de
su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió
profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo: "Padre, pequé
contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo".
Pero el padre dijo a sus servidores:
"Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo
y sandalias en los pies.
Traigan el ternero engordado y mátenlo.
Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida,
estaba perdido y fue encontrado". Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al
volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la
danza.
Y llamando a uno de los sirvientes, le
preguntó qué significaba eso.
Él le respondió: "Tu hermano ha
regresado, y tu padre hizo matar el ternero y engordado, porque lo ha recobrado
sano y salvo".
Él se enojó y no quiso entrar. Su padre
salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: "Hace tantos años
que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca
me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos.
¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto,
después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero
engordado!".
Pero el padre le dijo: "Hijo mío,
tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.
Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha
vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado"».
¡Qué
seguridad nos da la gran misericordia del Señor!
Esta hermosa
página del Evangelio muy conocida y muy meditada es la parábola del hijo
pródigo. En ella se nos da un cuadro impresionante cuyo centro es Dios Padre
lleno de amor por un hijo pecador. Y en ella se nos ofrece un atisbo de las
reflexiones de este hijo descarriado, su meditación en el momento en que las
circunstancias le obligan a pensar: "Recapacitando entonces se dijo:
Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me
muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre..."
Este hombre
ha llegado al fracaso, está frustrado. El vacío que siente le obliga a pensar:
Y seguramente pensaría así: Ayer se fue mi último amigo, intentó despedirse con
una sonrisa, pero no sé si se estaba burlando. Tenía prisa en marcharse. A mi
lado ya no podía conseguir nada. Cuántos se fueron yendo en los últimos días.
Ahora se han ido todos. Nadie me va a ayudar; no me ha quedado más que este
rincón inmundo, yo que tanto presumí de elegancia. Hasta hace pocas semanas yo
podía pagar espléndidas posadas; todos se desvivían por ofrecerme sus
servicios.
Me creía
invencible para siempre. El triunfador ahora no tiene más que este lugar sucio,
con olores de estiércol; es el único sitio que me queda. ¿Cómo pude llegar a
esto? Hace tan poco tiempo que salí de mi casa; iba cargado de riqueza.
Montando mi caballo blanco yo pensé que tenía el mundo en mis manos. Era un
triunfador. Parecía que tenía poder mágico en mis manos: donde yo iba, todo se
transformaba en fiesta. Llegué a pensar que era un ser único, por encima de
todo ser humano.
Pero la
fiesta se acabó. Detrás del cortinaje de las apariencias, lo que había era esta
máscara de vergüenza y humillación. El poder ha quedado en nada; incluso ayer
tuve que suplicar por un lugar en la pocilga. La riqueza que me habría todas
las puertas se desvaneció como una neblina. Y especialmente el sentido de mi
propia dignidad: detrás de esa apariencia de esplendor no había nada. Ahora mi
cortejo es este grupo de sucios animales con los que peleo por la comida.
Pero el hilo
de las reflexiones le fue llevando a su Padre; se había dado cuenta de que lo
que le faltaba era su Padre. Era esa la única salida, la única verdad. Todo
había sido ilusión y engaño; por fin empezaría la verdad. Su padre era lo que
en realidad necesitaba.
Y la
meditación la fue continuando, añoraba a su Padre, necesitaba verlo. La
añoranza de su abrazo, la sentía como un río de amor y de lágrimas. La añoranza
lo puso de nuevo en pie. Y después de un largo camino de regreso ve a lo lejos
un hombre que se le viene corriendo. Era su Padre. Ese Padre lo ha intuido
cuando aún estaba lejos, y su corazón le empuja al encuentro. El hijo recibe un
abrazo, lo que él necesitaba. El corazón del Padre está derramando en este
pobre hijo toda su ternura y lo reconforta, lo va haciendo revivir. Ahora se
siente protegido en ese afecto que lo envuelve, y lo cura de todo el fracaso,
siente que su corazón destila paz. Qué diferencia entre este sentimiento de ser
único para mi Padre, y la apariencia de afecto que le dieron sus amigos. El
corazón de su Padre le está diciendo palabras que nadie más sabe decir: traigan
el vestido, el anillo, las sandalias, preparen la fiesta; todas en el fondo
significan lo mismo: hijo querido, te amo, te amo.
Esos brazos
que le abrazan le dicen hondamente: Hijo querido, cómo te eché de menos. Más
que la túnica que le pondrá, el hijo se siente vestido de un cariño, que a la
vez es dignidad y banquete. Esa ya es su fiesta. Las entrañas se le han
conmocionado, y sentimientos nunca antes experimentados le llenan de paz, le
traen todos los aromas, le curan todas las heridas, y reconstruyen una nueva
esperanza con las ruinas de su fracaso. Es ahora cuando la vida empieza de
nuevo.
Esta pintura
de nuestro Padre destaca la seguridad de que Dios es apoyo y refugio, porque es
ternura y misericordia. Él nos ama sin condiciones. Esta maravilla increíble,
esta esperanza que no hubiéramos imaginado, es la redención: la redención que
nos trae Jesús, es el abrazo del Padre, y es la fiesta de la dignidad y de la
salvación. La redención de Jesús es el banquete de la alegría.
P. Adolfo Franco, S.J.
LLAMADOS
A LA PATERNIDAD
Reflexión
ante el óleo "El regreso del hijo pródigo" de Rembrandt
En los
últimos días de su vida, Rembrandt pintó “El regreso del hijo pródigo”como
epílogo de un itinerario personal. Si se sabe contemplar, este cuadro supone
mucho más que la escenificación de una parábola evangélica, es la expresión
humana de la compasión divina y el resumen de nuestra historia de salvación..
Una historia
con muchos protagonistas
La pintura
siempre ha sido una extraordinaria narradora de historias. En este caso, este
pintor holandés del siglo XVII relata una de las parábolas de la misericordia
de Lucas (Lc 15, 11-32), y con ella nos desvela también parte de su propia
historia, y de la nuestra.
A pesar del
tamaño del lienzo (262 x 206 cm.), propio para un altar de iglesia, “El regreso
del hijo pródigo” no fue una obra de encargo, sino que Rembrandt lo realizó
para sí mismo.
Parece que
debía sentir una especial predilección por el tema. Treinta años antes había
pintado “El hijo pródigo vividor”, en el que se autorretrataba con su mujer
Saskia en un burdel. Este cuadro coincidía con una etapa de euforia personal y
profesional que se reflejaba en el tratamiento de la escena.
Sin embargo,
“El regreso del hijo pródigo” lo pinta después de la muerte de su mujer y sus
hijos, después de la ruina económica, el desprestigio profesional, etc... quizá
porque al final de su vida, ansiaba tener ante sus ojos la esperanza de esta
misericordia.
Utilizando la
técnica del claro-oscuro, el pintor focaliza la atención del espectador en el
abrazo del padre y el hijo, sin necesidad de colocarlos en el centro de la
composición. Al otro extremo, un discreto foco de luz sobre un personaje
erguido nos desvela al tercer protagonista de la historia: el hijo mayor.
Por otra
parte, es excepcional la maestría con la que el autor ha captado y reflejado la
psicología de los personajes, consiguiendo que en ellos podamos descubrirnos a
nosotros mismos.
El hijo menor
Conocer la
gravedad del pecado redimensiona la grandeza de la misericordia, por eso es
necesario profundizar en la historia del hijo pródigo.
Su marcha es un acto mucho más ofensivo de lo
que pudiese aparentar, porque el hijo no tenía derecho alguno sobre las
propiedades de su padre hasta que este muriese, y su petición suponía un
rechazo del hogar que lo había alimentado y una ruptura con la tradición de la
comunidad de la que él era parte.
La expresión
evangélica “se marchó a un pais lejano” suponía alejarse a un mundo en el que
se ignoraba todo lo que en casa se consideraba sagrado.
Se distanció
de su padre y de todo lo que este le ofrecía porque pensó que él solo
construiría mejor su propia vida. Pero pronto descubre que se está mejor en la
casa del padre, y regresa.
La forma en que Rembrandt lo retrata es muy
reveladora: tiene la cabeza afeitada, como signo de que lo han privado de su
marca de individualidad, nada queda ya del cabello rizado y la mirada
desafiante de aquel otro retrato de “El hijo pródigo vividor”. Su rostro algo
deforme, pequeño y rasurado, sugiere el de un bebé queriendo sumergirse en el
seno materno.
Viste ropa
interior y está casi descalzo, como signo de un itinerario de pobreza y
esclavitud; se arrodilla y esconde su rostro, sin atreverse siquiera a mirar a
su padre.
Aparece
desposeído de todo, excepto de su espada colgada a la cadera, que constituye un
símbolo de su origen noble. En medio de su degradación, se aferró a su
filiación, se reconoció como hijo de su padre, y descubrió que esa era su mayor
dignidad.
Su actitud encarna la frase de S.
Agustin: “Nos hiciste Señor, para ti, y nuestro corazón no descansa hasta que
regresa a ti”.
El hijo mayor
Es curioso que, tal como lo
representó Rembrandt, padre e hijo se parecen mucho. Los dos tienen barba y
lucen largas túnicas rojas; la luz proyectada sobre el rostro del hijo mayor
conecta muy directamente con la cara iluminada del Padre. Parecen tener mucho
en común, y sin embargo, la actitud que muestran ante “el regreso” es muy
diferente.
La rigidez e inmovilismo del hijo
mayor queda acentuada por el largo bastón que sostiene en sus manos, cerradas
sobre sí mismas. No muestra deseo de acercarse, se sumerge en la oscuridad,
creando un espacio central vacío en el cuadro que crea tensión.
Lo que Rembrandt está retratando es
otro hijo perdido; a pesar de que permaneció en casa y cumplía sus
obligaciones, en su corazón era cada vez más desgraciado y menos libre, porque
también se había alejado de su padre.
La dureza de su expresión muestra
su queja, su imposibilidad para la alegría. Su postura revela que había
desaparecido la comunión con su padre y su hermano, que se había convertido en
un extraño para los suyos, aunque no se hubiese marchado.
El está tan necesitado de volver a
casa como el hermano pequeño, y sin embargo, no es capaz de correr a abrazar a
su padre y arrodillarse ante él, sino que permanece impenetrable y enjuto, a
pesar de la ternura de las palabras paternas: “Todo lo mio es tuyo”.
El Padre
Es el auténtico protagonista del
cuadro, y su rostro es el único que se muestra íntegro.
Es muy significativo que Rembrandt
eligiera un anciano casi ciego para comunicar el amor de Dios a través de unas
manos abiertas,
prestas a tocar al que se acerca (en oposición a las manos cerradas del hijo
mayor).
Las manos del padre se convierten
en el núcleo de este óleo del Museo del Hermitage. En la composición, juegan
una especial paralelismo con los pies desnudos de su hijo menor. En las manos
del padre se concentra toda la luz (clave pictórica y espiritual del cuadro), a
ellas se dirigen todas las miradas, en ellas la misericordia se hace carne.
Hay algo de maternal en esta figura
que se inclina a estrechar sobre su regazo a su hijo. Incluso su mano derecha,
fina y elegante, parece la de una madre, mientras que la rugosa y firme mano
izquierda se asemeja más a la de un padre. Así, maternidad y paternidad se
conjugan en este de gesto de bendición y de sanación.
También la forma de arco del gran
manto rojo del padre nos recuerda unas alas protectoras, en alusión a la
palabra bíblica de la gallina que reune a sus polluelos bajo sus alas.
La clave
Ante la parábola del hijo pródigo,
lo fácil es buscar la identificación con uno de los hijos, dejando a Dios el
evidente papel de Padre. Sin embargo, el pintor, captando la esencia de la
parábola, consiguió que la atención del espectador recayera en el padre.
Rembrandt, mostrando al Padre en su dimensión vulnerable, hace percatarnos de que la vocación del hombre es ser como el Padre.
El lienzo no sólo muestra un perdón
sin límites, también constituye una prueba de que el hijo infiel (sea el menor
o el mayor), sigue siendo heredero, y por tanto, sucesor del Padre, destinado a
entrar en el lugar del Padre y a ofrecer las mismas manos dispuestas a recibir
sin condiciones.
Ninguna
parábola como esta para ilustrar la realidad de la conversión, y también para
expresar una misericordia que no significa sólo una mirada compasiva hacia el
mal, sino que es capaz de extraer el bien de todas las formas de mal.
Revista
Primer Día Nº 25. Marzo 2002
Tomado de
http://artecristianoybelleza.blogspot.pe/
Tomado de
http://artecristianoybelleza.blogspot.pe/
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