PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 16 de septiembre de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Esta es nuestra reflexión conclusiva sobre el tema del matrimonio y la familia. Estamos en vísperas de acontecimientos hermosos y arduos, que están directamente relacionados con este gran tema: el Encuentro mundial de las familias en Filadelfia y el Sínodo de los obispos aquí, en Roma. Ambos tienen resonancia mundial, que corresponde a la dimensión universal del cristianismo, pero también al alcance universal de esta comunidad humana fundamental e insustituible que es precisamente la familia.
El paso actual de la civilización parece marcado por los efectos a largo plazo de una sociedad administrada por la tecnocracia económica. La subordinación de la ética a la lógica del provecho dispone de medios ingentes y de enorme apoyo mediático. En este escenario, una nueva alianza del hombre y de la mujer no solo es necesaria, sino también estratégica para la emancipación de los pueblos de la colonización del dinero. Esta alianza debe volver a orientar la política, la economía y la convivencia civil. Decide la habitabilidad de la tierra, la transmisión del sentimiento de la vida, los vínculos de la memoria y de la esperanza. De esta alianza, la comunidad conyugal-familiar del hombre y de la mujer es la gramática generativa, podríamos decir, el «lazo de oro». Toma la fe de la sabiduría de la creación de Dios, que no ha confiado a la familia el cuidado de una intimidad que es fin en sí misma, sino el emocionante proyecto de hacer «doméstico» el mundo. Precisamente la familia está al inicio, en la base de esta cultura mundial que nos salva; nos salva de tantos, tantos ataques, de tantas destrucciones, de tantas colonizaciones, como la del dinero o de las ideologías que amenazan tanto al mundo. La familia es la base para defenderse.
Precisamente en la Palabra bíblica de la creación hemos tomado nuestra inspiración fundamental para nuestras breves meditaciones del miércoles sobre la familia. A esta Palabra podemos y debemos recurrir nuevamente con amplitud y profundidad. Es un gran trabajo el que nos espera, pero también muy estimulante. La creación de Dios no es una simple premisa filosófica: es el horizonte universal de la vida y de la fe. No hay un designio divino diverso de la creación y de su salvación. Por la salvación de la criatura —de toda criatura— Dios se hizo hombre: «Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación», como dice el Credo. Y Jesús resucitado es «primogénito de toda criatura» (Col 1, 15). El mundo creado está confiado al hombre y a la mujer: lo que sucede entre ellos deja la impronta en todo. Su rechazo de la bendición de Dios desemboca fatalmente en un delirio de omnipotencia que arruina todas las cosas. Es lo que llamamos «pecado original». Y todos venimos al mundo con la herencia de esta enfermedad.
No obstante esto, no somos malditos ni estamos abandonados a nosotros mismos. Al respecto, el antiguo relato del primer amor de Dios por el hombre y la mujer ya tenía páginas escritas a fuego. «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia» (Gn 3, 15 a). Son las palabras que Dios dirige a la serpiente engañadora, encantadora. Mediante estas palabras Dios marca a la mujer con una barrera protectora del mal, a la que puede recurrir —si quiere— para cada generación. Quiere decir que la mujer lleva una bendición secreta y especial, para la defensa de su criatura del Maligno. Como la Mujer del Apocalipsis, que corre a esconder al hijo del Dragón. Y Dios la protege (cf. Ap 12, 6).
Pensad qué profundidad se abre aquí. Existen muchos lugares comunes, a veces incluso ofensivos, sobre la mujer tentadora que inspira el mal. En cambio, hay espacio para una teología de la mujer que esté a la altura de esta bendición de Dios para ella y para la generación.
En todo caso, la misericordiosa protección de Dios respecto al hombre y a la mujer jamás se pierde para ambos. No olvidemos esto. El lenguaje simbólico de la Biblia nos dice que antes de alejarlos del jardín del Edén, Dios les hizo al hombre y a la mujer túnicas de piel y los vistió (cf. Gn 3, 21). Este gesto de ternura significa que, incluso en las dolorosas consecuencias de nuestro pecado, Dios no quiere que permanezcamos desnudos y abandonados a nuestro destino de pecadores. Esta ternura divina, esta solicitud por nosotros, la vemos encarnada en Jesús de Nazaret, Hijo de Dios «nacido de mujer» (Gál 4, 4). Y el mismo san Pablo dice una vez más: «Siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5, 8). Cristo, nacido de mujer, de una mujer. Es la caricia de Dios sobre nuestras llagas, sobre nuestros errores, sobre nuestros pecados. Pero Dios nos ama como somos y quiere llevarnos adelante con este proyecto, y la mujer es la más fuerte, la que lleva adelante este proyecto.
La promesa que Dios hace al hombre y a la mujer, en el origen de la historia, incluye a todos los seres humanos, hasta el fin de la historia. Si tenemos suficiente fe, las familias de los pueblos de la tierra se reconocerán en esta bendición. De todos modos, quienquiera que se deje conmover por esta visión, independientemente del pueblo, la nación o la religión a la que pertenezca, ¡póngase en camino con nosotros! Será nuestro hermano y nuestra hermana, sin hacer proselitismo. Caminemos juntos con esta bendición y con este objetivo de Dios de hacernos a todos hermanos en la vida, en un mundo que va adelante y nace precisamente de la familia, de la unión del hombre y la mujer.
¡Que Dios os bendiga, familias de todos los rincones de la tierra! ¡Que Dios os bendiga a todos!
Tomado de:
www.vatican.va
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