Ya
hemos hablado sobre el modo de celebrar la Eucaristía en Roma, descrito por San
Justino hacia el año 150. En este apartado me propongo mostrar cómo lo popular
ha acompañado a la Misa Romana a lo largo de los siglos. No pretendo hacer una
historia completa de este hecho, me contentaré con recordar algunos documentos
y hechos históricos, testigos trasparentes de esta perenne presencia de lo
popular en el rito romano de la Misa desde el siglo II hasta la apertura del
Concilio Vaticano II.
1º La
Tradición Apostólica
Medio
siglo más tarde de la descripción de la Eucaristía en Roma hecha por San
Justino, hacia el año 200 el presbítero romano Hipólito nos da interesantes
datos sobre la celebración eucarística romana en su obra titulada la Tradición
Apostólica.
En
ella se trata de la Misa en conexión con la ordenación de un obispo o con el
bautismo de los catecúmenos en la noche pascual. El rito de la Eucaristía
presentado por la Tradición Apostólica es sencillo: lecturas, oración de los
fieles, abrazo de paz, presentación de la oblación, oración eucarística,
comunión.
Pero
junto a esta línea diáfana de la celebración hallamos una serie de símbolos
populares que nos conviene recordarlos ahora. Al lado del pan y del vino que
por la consagración, se convertirán en el símbolo de la presencia real del
Cuerpo y de la Sangre del Señor, advertimos que se habla del agua, de la leche
mezclada con miel, del aceite y del queso… Todos estos elementos por la
bendición del sacerdote se convierten en símbolos explicativos del sentido
teológico de la Misa.
Después
de haber descrito la ceremonia del bautismo en la noche pascual, Hipólito
continúa:
“Ahora
será presentada la oblación por los diáconos al obispo y él dará las gracias
sobre el pan, para que sea el sacramento del Cuerpo de Cristo y sobre el cáliz
del vino mezclado, para que sea el sacramento de la Sangre que ha sido
derramada por todos los que creen en Él; sobre la leche y la miel mezcladas,
para indicar el cumplimiento de las promesas hechas a nuestros padres; en ellas
Dios ha hablado de la tierra, de donde manan leche y miel, en la cual Cristo
también ha dado su carne, de la cual, como niños pequeños, se alimentan los
creyentes, y el mismo Cristo, con la dulzura de su palabra, endulza la amargura
del corazón; sobre el agua, presentada en la ofrenda, para significar el baño,
a fin que el hombre interior, es decir, el alma, obtenga los mismos efectos que
el cuerpo” (Botte, pág. 55-57)
Es
interesante hacer caer en la cuenta que la Tradición ordena al obispo hacer una
catequesis sobre el significado de estos simbolismos a los que reciben la
comunión. El rito se realizaba de la manera siguiente:
“Cuando
el obispo ha partido el pan, al presentar cada pedazo dirá: El Pan Celestial,
el Cuerpo de Jesucristo. El que lo recibe responderá: Amén. Si no hay
presbíteros suficientes, los diáconos tendrán los cálices en este orden: el
primero tendrá el cáliz del agua, el segundo el de la leche, el tercero el del
vino…” (Botte, pág. 57-59)
En la
Misa de la ordenación de un obispo, Hipólito nos habla de la bendición que se
podía pronunciar sobre el aceite, el queso o las aceitunas:
“Si
alguno ofrece aceite, el obispo da gracias de la misma manera que para la
oblación del pan diciendo:
De la
misma manera que santificando este aceite Tú das la santidad a los que son
ungidos con él o toman este óleo con el que Tú ungiste los reyes, los
sacerdotes y los profetas; así que él proporcione consuelo a los que de él
gustan y salud a los que usan de él” (Botte, pág. 18-19)
De la
misma manera el obispo debía bendecir el queso o las aceitunas, si los fieles
las ofrecían. La leche cuajada es el símbolo de la caridad que une a la
comunidad cristiana y las aceitunas son el símbolo de la abundancia salvadora
de Dios que ha corrido del “árbol para dar la vida a los que esperan en Ti”
(Botte, pág. 19)
Advierte
la Tradición que se pueden bendecir otros frutos, tales como las uvas, los
higos, las granadas, las peras, las manzanas, moras, duraznos, cerezas… rosas,
lirios.
El
respeto a la Santa Eucaristía, tan propia de la liturgia romana, aparece ya en
la obra de San Hipólito:
“Cada
uno tendrá cuidado que un infiel no tome la Eucaristía, ni un ratón ni otro
animal, y que no caiga en el suelo o se pierda. Porque es el Cuerpo de Cristo
que debe ser comido por los creyentes y no debe ser menospreciado” (Botte, pág.
85)
Pero
vengamos ya a la oración eucarística y hallaremos en ella una gran sobriedad
que contrasta con la exuberancia de los símbolos. Y es que lo popular gusta
poco de las palabras portadoras de enseñanzas conceptuales y por ello las
reduce lo más posible. Una vez que los diáconos habían presentado al obispo el
pan y el vino, éste debía imponer las manos sobre las ofrendas y decir:
“El
Señor con vosotros – Y con tu espíritu.
Arriba
vuestros corazones – Los tenemos levantados hacia el Señor.
Bendigamos
al Señor – Es digno y justo.
A
continuación viene el texto del formulario que debe ser recitado sobre los
dones. Ponemos una traducción al castellano:
“Te
bendecimos. ¡Oh Dios!
Por
medio de tu servidor Jesucristo a quien, al llegar la plenitud de los tiempos,
enviaste como Salvador y Redentor nuestro, como emisario de tu voluntad.
El es
tu Palabra inseparable; por Él quisiste hacer todas las cosas y en Él has
tenido tu complacencia.
Lo
enviaste desde el cielo al seno de una virgen donde se encarnó.
Nació
de la virgen y del Espíritu Santo y se manifestó como Hijo tuyo.
Para
cumplir tu voluntad y constituir tu pueblo santo extendió sus brazos, al sufrir
la pasión para liberar a todos los que sufren y creen y esperan en Ti.
Al
entregarse a esta pasión voluntaria para deshacer la muerte, para destruir las
cadenas del demonio, para aplastar el infierno, para iluminar a los justos y para
manifestar la resurrección, tomando el pan pronunció la bendición y dijo:
Tomad
y comed, esto es mi Cuerpo, que será despedazado por vosotros.
Igualmente
con la copa dijo:
Esta
es mi Sangre derramada por vosotros.
Al
hacer esto, hacedlo en memorial de mí.
Celebrando,
pues, el memorial de la muerte y la resurrección, te ofrecemos este pan y este
cáliz.
Alabándote
y dándote gracias, porque nos hiciste dignos de estar en tu presencia y de
servirte.
Y te
pedimos envíes tu Santo Espíritu a la oblación de la Iglesia Santa,
congregándola en la unidad.
Da a
todos los que reciban las cosas santas ser llenos del Espíritu Santo, para ser
confirmados en la fe y en la verdad, de modo que te alabemos y glorifiquemos
por mediación de tu siervo Jesucristo, por quien tienes la gloria y el honor en
tu santa Iglesia ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén. (Maldonado
PE, pág. 358-359)
Con
concisión y diafanidad romanas el texto nos habla de la triple dimensión de la
Misa, cuales son el sacrificio, el memorial y la alabanza a Dios.
El
motivo de la alabanza a Dios es Cristo y su venida al mundo como Salvador y redentor
como Emisario del Padre, Palabra suya consubstancial y Mediador en la creación.
Luego
se inicia un canto de la salvación centrada en Cristo. Las etapas enumeradas
con: la Encarnación y nacimiento, la Pasión, la Crucifixión y la resurrección.
El texto expone con detención los efectos de la salvación de Cristo; ellos son
liberación del sufrimiento, destrucción de la muerte, eliminación de la
esclavitud producida por el demonio, iluminación de los justos, servicio
sacerdotal en la presencia de Dios.
Llegado
a este punto nuestro texto inserta la narración de la Última Cena e institución
de la Eucaristía con los mismos términos de los Evangelios para terminar
recordando el mandato del Señor: “Cada vez que hagáis esto, hacedlo en memorial
mío”.
Las
palabras de Jesús hacen caer en la cuenta a los fieles presentes que la
Eucaristía Cristiana es ante todo un memorial litúrgico que re-presenta de
nuevo el misterio salvador de Cristo y por eso los fieles pueden ofrecer de
nuevo el sacrificio de Jesús hecho presente en el pan y en el vino de la
Eucaristía.
Qué
valor tenga este sacrificio del Señor presente en la celebración eucarística
contra las tentaciones diabólicas, nos lo explica Hipólito al hablar de la
señal de la cruz:
“Si
tú eres tentado, sígnate la frente con piedad, porque es el signo de la pasión
conocido y probado contra el diablo, con tal que lo hagas con fe, y no para ser
visto de los hombres… Porque el Adversario, cuando ve la fuerza que viene del
corazón, es decir, cuando el hombre interior, que es animado por el Verbo,
muestra al exterior la imagen interior del Verbo, es puesto en fuga por el
Espíritu que está en ti. Para simbolizar esto en el cordero pascual inmolado,
moisés asperjó con la sangre el umbral y tiñó el montante de las puertas. Así significaba
la fe nuestra en el Cordero perfecto. Al signarnos la frente y los ojos con la
mano arrojamos fuera al que pretende exterminarnos” (Botte, p. 100-101)
...
Referencia bibliográfica: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J. "La Misa en la religión del pueblo", Lima, 1983.
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