DOMINGO XXVIII
del Tiempo Ordinario
Mateo 22, 1-14
Dios siempre nos está haciendo llegar invitaciones. Siempre nos invita a su fiesta y su fiesta es mejor que todas las nuestras.
¿Quién se casa? Nada menos que el hijo del
Rey. Y ha enviado tarjetas de invitación a muchas personas. De eso trata esta
parábola que nos narra hoy el Evangelio. Muchos invitados no quisieron asistir.
Y el Rey insiste, casi suplica a los invitados diciéndoles que el banquete está
preparado. Y nadie hizo caso de esta insistencia, sino que cada uno se marchó a
sus propios asuntos, y algunos incluso mataron a los mensajeros.
Es una nueva lección dirigida a los
fariseos, para que acepten la invitación a la boda del hijo del Rey, o sea para
que acepten la salvación que nos trae Jesús. Y ellos no aceptaron la invitación
a esta boda y a este banquete.
El Señor sigue invitando, también ahora, a
la boda de su Hijo. ¿Con quién se casa? Esta forma de hablar sobre el
matrimonio referido a Dios es frecuente en la Sagrada Escritura.
Con frecuencia se refiere a la
Alianza que Dios establece con su pueblo, en el Antiguo
Testamento. Dios considera al pueblo como su esposa, y por eso le reprocha el
que sea esposa infiel, cuando se aparta de los compromisos de esa alianza. Y
también en el Nuevo Testamento se habla en los términos de matrimonio, para
referirse a las relaciones de Cristo con la Iglesia.
Se trata entonces en esta parábola de la
invitación a participar en este matrimonio de Cristo con la nueva humanidad,
que se hará mediante la redención. Algo muy serio y maravilloso es esta
invitación a la boda del Hijo del Rey. Y no se trata de ser espectadores de
esta ceremonia, sino de quedar involucrados: somos parte de esa Iglesia con la
que se casa el Hijo del Rey.
Pero hay muchas excusas: cuántas habrá
recibido de los invitados el Señor. Y cada uno tiene sus propias razones. Dios
nos invita a ser sus íntimos (con la intimidad del amor), y algunos prefieren
estar lejos, porque este compromiso absorbe demasiado; hay que estar en los
propios asuntos, distraídos en una vida cotidiana llena de rutinas y de
ocupaciones, con las que vamos llenando nuestro tiempo. Cada uno sabe bien que
el Señor nos invita a la intimidad, y no nos atrevemos. Estamos muy ocupados
con los asuntos de este mundo, y nuestra mente,
nuestros corazones están atrapados dentro de los horizontes de este
mundo. Y el “emisario” insiste y nos vuelve a invitar a la boda del Hijo del
Rey.
Por otra parte aceptar la invitación en
forma total de alguna manera nos hace como salir de este mundo, para de alguna manera
vivir en otra dimensión. Y esa es la principal dificultad que ponemos para no
entrar en el banquete: decimos hay que
pisar tierra, y de tanto pisar tierra nos hundimos algún tantito en esa tierra.
Y no es que el aceptar la invitación, o sea
el dar el paso a la otra dimensión, nos haga irreales. No se nos invita a la
evasión; porque tenemos que vivir la vida real que Dios nos regala; pero
atrevernos a salir a esa nueva dimensión es en verdad entrar más en la realidad
(no hay nada más real que Dios); y es la mejor manera de vivir la vida que Dios
nos regala.
Pero en esta lucha contra la invitación,
hay quienes prefieren matar a los mensajeros que llevan la invitación, y
terminan matando también al Hijo del Rey. Hay quienes matan a Dios en su
interior, para evitar el ser invitado de nuevo. Que se callen todas las voces
molestas, que nos llaman, que nos recuerdan la invitación. Matar al mensajero, y
cuando no, bastan unos buenos tapones que nos impidan oír esas voces que nos
exigen participar en la
Boda. Qué terrible constatar que hay personas que matan a
Dios dentro de sí mismos.
Participar en la Boda es una forma bella de
decirnos que entrar en ese misterio es asistir a la Fiesta : estamos destinados
a vivir la vida como una fiesta, y eso se realiza aceptando la invitación a la Boda del Hijo del Rey.
Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
Para acceder a otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.
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