DOMINGO XXVI
del Tiempo Ordinario
Mateo 21, 28-32
El Señor sabiamente nos enseña que algunos que parecían buenos no lo son; en cambio otros que parecen malos en realidad son buenos.
Una parábola muy breve, y dedicada
especialmente a los fariseos: se trata de dos hijos, a quienes el Padre manda
algo, uno dice que sí, pero no lo hace; el otro dice que no, y termina haciendo
lo que su Padre le ha pedido. Va dirigida a los fariseos que aparentan decir
que sí, con su vida “superficialmente recta” pero no hacen lo que realmente
quiere Dios, que es que acepten a su Enviado.
Es muy aleccionadora esta parábola y es
verdad que eso ocurre muchas veces, en las cosas de la vida. Hay quienes
parecen decir que sí, y no hacen nada, proponen muchas cosas, pero nada de
nada. Y otros que parecen muy rebeldes, pero son al final los que obran más
rectamente y los que más ayudan al prójimo.
¿Qué significa decirle sí a Dios? Porque en
esto está lo central de este asunto. ¿Bastan buenas palabras, propósitos hechos
en un retiro?, ¿o hace falta algo más? Decirle sí a Dios en la conducta diaria,
y no sólo de palabra, sino en las obras. Es una respuesta fundamental, a
Alguien que nos llama. ¿Hasta qué punto le hemos dicho sí a Dios?
Cuando fuimos bautizados, éramos muy
pequeños, nuestros padres y padrinos dijeron que sí a Dios, por nosotros.
Después, a lo largo de los años, nos tocó a nosotros asumir lo que ellos
prometieron por nosotros. Y entonces es cuando nuestro sí empezó a
desvanecerse, y hasta quizá hasta desaparecer: habíamos dicho que sí, y después
resultó que no.
Hicimos la primera comunión, y le dijimos
sí a Jesús (¿no estábamos demasiado aturdidos por los agasajos para saber qué
es lo que decíamos?) Y esa amistad prometida, en ese momento tan hermoso, no
logró consolidarse. Todavía no sabíamos bien lo que hacíamos, y Quién era el
que nos pedía una respuesta.
Pasaron los años: pasaron muchos años y muchas
cosas. Y cada uno sabe su historia personal. Si las repetidas respuestas dadas
al Señor eran concretas o se desvanecían fácilmente en el olvido de lo
prometido. Nos hemos mantenido tanto tiempo en el “sí, pero no”. Ha habido
momentos en que parecía que ya arrancábamos de verdad; parecía que el sí a Dios
al final iba ya en serio. Pero el tiempo, el desgaste, el aburrimiento, la
falta de perseverancia, volvía a transformar en no ese nuestro sí, que había
parecido contundente.
Y ¿a qué se le dice sí, cuando Dios
pregunta? Cuando me pide una respuesta, ¿qué quiere en realidad de mí?. Es
atreverse a darle la vida entera, sin
recortes y sin límites. ¿Nos llama Dios al amor y a la mistad? ¿Nos arriesgamos
a querer a Dios y a dejarnos querer por El? Decimos a veces sí, pero cuidando
la retirada. No nos atrevemos a adentrarnos en el bosque, sino que nos quedamos
en el sitio donde todavía nos es posible retroceder. Porque la aventura de ir
adentro, por un camino desconocido nos da mucho miedo y queremos asegurar la
retirada.
Y es que El que nos llama, no nos explica
de ninguna manera todo, desde el principio, y ahí está el comienzo de la
respuesta, en fiarnos completamente. Decirle sí sabiendo sólo que es El. Lo
llamamos nuestro Salvador, pero le tenemos miedo. Le llamamos Bueno, pero no
nos fiamos del todo. Le decimos Padre, pero tememos que no nos dé lo mejor.
Reservas, dudas, temores, frialdad, cobardía. Esos son elementos que acompañan
nuestra respuesta. Nos cuesta mucho salir del “sí, pero no”. Y la forma de
decir sí al fin, es cerrar los ojos y zambullirnos (aunque sea con miedo) en el
abismo; aparente abismo, porque en realidad es sumergirnos en un abrazo
inconmensurable.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
Para acceder a otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.
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