DOMINGO XXV
del
Tiempo Ordinario
Mateo
20, 1-16
El
Evangelio de San Mateo nos narra la parábola de los distintos obreros
contratados para trabajar en una viña. Esta parábola concluye con dos
lecciones: La generosidad de Dios en el reparto de sus dones en contraste con
la envidia humana, y la paradoja de “los últimos serán los primeros”.
Lo
primero que se debe considerar en esta parábola es la sucesión de obreros
contratados a trabajar en distintas horas del día. Es una indicación de la
búsqueda incesante de Dios: Dios sale al mundo y busca a los hombres en todo
momento, y no se cansa de pasar y volver a pasar, hasta que logra invitar a
todos a trabajar en su Reino, a aceptar su mensaje. No pasa una vez, sino que
vuelve a pasar y a repetir su visita. Es una manifestación de la bondad de Dios
que quiere llamar a todos. Ser llamados por Dios, ser buscados por Dios, ser
importantes para Dios: eso quiere enseñarnos el Señor.
La
historia de cada uno es diferente, hay quienes fueron encontrados por el Señor
al comienzo de la vida, y respondieron a la llamada, otros responden a Dios más
adelante, en la juventud, o en la madurez, o en la vejez, o en la ancianidad.
Dios pasa y vuelve a pasar, porque quiere a todos en su Reino (en el trabajo de
su viña, como dice esta parábola).
Esto lo
apreciamos incluso en la historia de los Santos. Algunos desde su más tierna
infancia se entregaron a Dios en forma absoluta: es el caso de San Luis
Gonzaga, por ejemplo. Otros tardaron mucho tiempo de su vida en aceptar a Dios
y dedicarse a El por entero, como San Pablo, San Agustín, San Ignacio de
Loyola.
Parecería
que los que han dedicado más tiempo de su vida a Dios, merecerían una mayor
recompensa; pensamos así porque nosotros, que nos guiamos con criterios muy
humanos, incluso en las cosas de Dios, pretendemos privilegios, queremos
establecer escala de méritos. Hay quienes se consideran dueños de la situación
por haber llegado primero.
Y esto
sucede porque no nos damos cuenta de lo gratuito que es el amor de Dios. Todo
lo que tenemos lo hemos recibido, y si lo consideramos así, no nos sentiremos
dueños de nada. Nuestro privilegio único es haber sido llamados por Dios. Y
considerarnos por eso dueños de la situación es pecar de ingratitud, y de
orgullo. ¿Tenemos derecho a sentirnos por encima de nadie, por el hecho de que
Dios en su infinita generosidad haya querido depositar en nosotros su amor?
Porque
de eso se trata, del amor de Dios: el ir a trabajar a su viña, es trabajar con
El, dedicarnos a El. Entregarle nuestra vida y nuestras actividades. Y el
premio es El mismo ¿Puede alguien quejarse de que Dios se entregue a otros a
los que llamó un poco más tarde? Si frente al denario todos nos sintiéramos que
se nos da gratuitamente, no tendríamos reclamos, y más bien sentiríamos un gran
agradecimiento, deberíamos alegrarnos de que alguien, que fue llamado al final,
también haya recibido la totalidad del denario, o sea a Dios mismo.
Pero no
podemos con nuestra envidia y mezquindad, que denota el espíritu tan pobre que
tenemos. Y la mayor mezquindad de espíritu es convertir el amor (lo más
gratuito que se da y se recibe) en mercancía que se compra y se vende, que se
mide, y que se reclama. Y justo, por el hecho de haber sido amado, mirar con
superioridad a otros (decir yo merezco más, yo soy más), es no haber entendido
el amor.
Ya hay
en la Biblia varios ejemplos de estos; los que quieren tener más derechos por
haber llegado antes: El más conocido es el de los dos apóstoles (Santiago y
Juan) que pretenden adelantarse a los demás y piden los dos puestos de
privilegio en el Reino de Jesús. Son los que quieren ser más que los otros,
ganarles la partida. Y Jesús vuelve a repetir, a estos apóstoles y a todos sus
seguidores, la misma lección: el que quiera ser el primero, que sea el servidor
de todos.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
Para acceder a otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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