P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: 2Re 4,42-44; S 144; Ef 4,1-6; Jn 6,1-15
San Marcos precisa
con exactitud que este milagro de multiplicación de los panes tiene lugar al
regreso de la prueba de entrenamiento apostólico. El domingo pasado vimos las
instrucciones dadas por Jesús. El milagro de la multiplicación de los panes y
los peces lo narran los cuatro evangelistas; incluso Juan, que tiene como norma
no tocar lo que ya está consignado por alguno de los sinópticos. Sin embargo
esta vez lo narra amplia y detalladamente, como hemos podido apreciar en el
texto leído. Juan lo hace porque inmediatamente narrará la promesa de la Eucaristía
al día siguiente en la sinagoga de Cafarnaúm con una discusión fuertísima, en
la que gran parte de los oyentes se niegan a creer, dudan algunos de los mismos
discípulos y San Pedro interviene de forma decisiva. Para Juan éste es un
momento clave de Pedro, como para los sinópticos lo es el de la promesa del
primado.
Todo esto, así como
la narración de la institución de la Eucaristía por los tres sinópticos y por
San Pablo (1Cor 11), la dimensión eucarística de las apariciones de Cristo
resucitado, como ya comentamos, la conducta de la Iglesia desde Pentecostés que
crece con la lectura e instrucción de la palabra, la oración, la eucaristía o
fracción del pan y la comunicación de bienes, es, entre otras, señal del valor
esencial que tiene la Eucaristía en la Iglesia de Jesucristo. Donde no hay
Eucaristía, no hay Iglesia de Jesús. Cuando Jesucristo instituye la Eucaristía
en la última cena con sus discípulos, concluye la consagración del pan y del
vino con este mandato: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19; 1Cor 11,23.25).
También en el Antiguo
Testamento hay símbolos de la Eucaristía. La primera lectura de hoy da cuenta
de uno. Pero el más grabado en las mentes de aquel Pueblo Elegido es el maná
diario. Y con razón; 40 años haciendo llover diariamente el alimento para toda
una enorme multitud, es algo que solo Dios puede hacer. Gracias al maná aquel
pueblo pudo caminar y atravesar el desierto durante cuarenta años.
A nosotros nos da en
lugar del maná la Eucaristía: su cuerpo y su sangre. Lo dirá Cristo al día siguiente en la sinagoga
de Cafarnaúm, explicando el milagro del día anterior: “Éste es el pan que baja
del cielo para que lo coman y no mueran. Yo soy el pan vivo bajado del cielo.
Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es
mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,50-51).La vida de que habla es la de la
gracia. La recibimos en el bautismo. Ya hablamos mucho de ella. Su
mantenimiento y fortalecimiento se realizan, pues, en la Eucaristía.
Enseña el Concilio
Vaticano II que la Eucaristía es el punto culminante del culto que la Iglesia
da a Dios y es el origen de toda gracia que la misma Iglesia pueda comunicar. ¿Cómo
es esto así?
Cristo mismo
instituyó la Eucaristía en la Última Cena. “Habiendo amado a los suyos –dice
Juan– los amó hasta el fin” (Jn 13,1); con el mismo amor con que se entregaba
por nosotros, entregaba su vida por todos los hombres para el perdón de los
pecados. Tomad y comed; tomad y bebed. No me olviden. Sigan haciendo esto, para
que mi recuerdo y mi presencia no
desaparezcan de ustedes.
El punto culminante
de la obra de Cristo es su muerte para el perdón de los pecados de la
humanidad. La muerte de Cristo digamos que, como la ola, va bañando toda la
playa hasta el último grano de arena. Así la eficacia perdonadora de esa gracia
va alcanzando, a medida que avanza la historia, hasta el último hombre que
exista. Esa obra de misericordia, que solo puede ser obra de Dios y que alcanza
a todo hombre, es simbolizada y realizada en el sacrificio de la Eucaristía, en
la Misa. Es simbolizada por la entrega representada en los alimentos del pan y
el vino que se entregan a quien los recibe para que su desaparición se
transforme en la vida del viviente y la haga crecer; es simbolizada también en
la doble transformación del pan en el cuerpo y del vino en la sangre, lo que
nos recuerda la muerte en la cruz por nuestros pecados.
Pero, como todo
sacramento, la Eucaristía no se limita a ser un símbolo recordatorio, pero sin vida
y cuya acción no es sino la que ponga la persona viva que lo experimenta. Los
sacramentos (y la Eucaristía) obran y actúan ellos en la persona a quien
alcanzan. Porque el sacramento hace lo que simboliza. Por eso la
Eucaristía, símbolo de la muerte de Cristo, culmen, resumen de toda su obra
redentora, su punto culminante y fuente de toda gracia, tiene su efecto, que es
lógicamente el punto culminante y el origen de toda gracia. No hay cosa más
grande que pueda ofrecerse a Dios y de ella viene a la Iglesia toda gracia.
Pero además toda la
existencia y obra de Cristo desde su Encarnación, pasando por su predicación y
sus milagros, su pasión y muerte, resurrección y ascensión, constitución y obra
de la Iglesia, cobran sentido, vida y eficacia del misterio de Cristo, cuyo
punto culminante es su muerte y resurrección.
Tras la consagración el sacerdote nos recordará:
“Éste es el Sacramento de nuestra fe”. Ustedes responderán: “Anunciamos tu
muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”. Nos referimos al
último día de la historia, que no debemos temer los que hemos creído en Él;
pero no excluimos el hoy de nuestra historia diaria. Ya explicamos cómo Jesús
resucitado sigue acompañando nuestros pasos. Ese “¡ven, Señor Jesús!” que nos
sea cada domingo una inyección de entusiasmo cristiano, también de alegría por
la fe y de coraje olímpico para llevarla a todos los rincones de nuestro propio
yo, de nuestra familia, de nuestro querido Perú, del mundo que no tiene otro
sentido que Cristo. Porque: “Señor, ¿a quién íbamos a ir? Tú tienes palabras de
vida eterna” (Jn 6,68)....
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