P. Adolfo Franco, S.J.
Mc 6, 1-6
La vida de Cristo fue aceptada por algunos, rechazada y amenazada por otros. Y estas actitudes contrapuestas se mantienen.
Este párrafo de San Marcos narra más que un
episodio, manifiesta una situación constante en la vida del Señor y es la
resistencia de tantos ante su persona y su predicación; y con frecuencia no sólo
el rechazo sino la hostilidad abierta. Aquí es rechazado en su propia tierra, por los suyos. Los rechazos de Jesús
son continuos en toda su vida. Ya había anunciado lo mismo el Evangelista San
Juan, cuando escribió en los primeros versículos de su Evangelio: "vino a
los suyos, y los suyos no lo recibieron" (Jn. 1, 11).
Toda la historia de Jesús, desde su nacimiento
hasta su muerte, y después incluso hasta nuestros días, se podría describir
como un drama que se entabla entre el rechazo y la aceptación: algunos lo
aceptan, muchos lo rechazan. Ya desde que los magos se presentaron a Herodes,
sucedió esto mismo: los extraños, los magos venidos del Oriente, lo aceptan;
Herodes, su connacional lo rechaza hasta la muerte. Cuando predique, le dirán
endemoniado, rechazarán el que pueda perdonar, le dirán que continuamente está
violando los mandamientos de Dios. Incluso ante los milagros más patentes, los
sabios reaccionarán en contra, para no aceptar lo evidente, e inventarán una
explicación absurda de los milagros: que los realiza por el poder del demonio.
Y es que en verdad no era fácil aceptar a
Jesús: su Encarnación lo acercó a nosotros hasta hacerlo uno de los nuestros,
pero para muchos quizá se puso demasiado cerca. Parecería que a los hombres nos
asusta el que Dios esté tan cerca. El hecho mismo de ponerse a nuestro nivel se
convierte en dificultad: ¿cómo aceptar que un hombre, como cualquiera, que
comía y caminaba, que no tenía poder aparentemente, iba a ser aceptado como
Hijo de Dios? Eso constituye una fuerte dificultad.
Pero no es eso sólo: es también muy difícil lo
que predica ¿cómo aceptar su doctrina? Cuando predica la humildad, cuando pone
la bienaventuranza en la pobreza, cuando dice que hay que amar a los enemigos,
y que los últimos serán los primeros. Y tantas otras "originalidades"
de su doctrina, que producían a veces sorpresa, muchas veces rechazo y hasta
indignación. No era fácil aceptar un Salvador que viene sin poder, que nace en
un lugar sin importancia, que busca a gente sin cultura y sin influencias. Fue
sobre todo chocante que realizara la salvación de la humanidad en el fracaso de
la cruz.
Hoy día sucede lo mismo que en la vida de
Jesús: muchos lo rechazan, porque intelectualmente su doctrina, y todo lo que
lo rodea, es contradictorio con las altas elucubraciones de mentes que se creen
superiores: ¡qué ironía que la razón humana, quiera ponerse por encima de la
Sabiduría de Dios y que fracase tan estrepitosamente ante la sublime VERDAD!
Lo rechazan los cómodos, que piensan que el
destino de la vida es el goce, y confunden la calidad de la vida del ser humano
con el placer: como si el hombre no tuviera algo más que sentidos corporales.
Lo rechazan los orgullosos, que se han
convertido a sí mismos en regla suprema del saber, en regla suprema para juzgar
el bien y el mal: y hace falta ser miopes para medir toda la realidad con la
medida pequeña del propio ser tan pequeño, y tan pobre. Evidentemente que
tenemos que ver todo desde nuestro pequeño punto de vista, y no hay otro punto
de referencia: pero conociéndonos tan limitados (si es que de veras nos
conocemos), al menos podríamos sospechar que nuestro punto de vista es incapaz
de alcanzar lo supremo y lo infinito.
Y lo rechazan finalmente los cobardes, que
prefieren no enfrentarse al problema, y que han hecho de su vida un camino de
continua evasión: sólo tienen tiempo para lo frívolo y lo superficial.
Nos cuesta aceptar a Jesús a todos nosotros.
¿Y por qué? Por una razón sencilla y es que El quiere todo de nosotros: si le
damos entrada El querrá entrar totalmente en nuestra vida. Aceptar a Jesús es
convertirlo en lo supremo y en el Todo. Querrá que todo nuestro amor sea El,
que toda nuestra vida sea El. El no aceptará ser el primero, quiere ser el
único. No un objeto más en nuestra colección de objetos; nos dice: no pueden
servir a Dios y al dinero. La donación que Dios nos pide encuentra resistencias
en nuestro corazón.
Y sin embargo en aceptarlo está nuestra
salvación, y hasta que no lo aceptemos estaremos insatisfechos e incompletos.
Como lo decía san Agustín: "nos hiciste, Señor, para ti; e inquieto está
nuestro corazón hasta que descanse en ti".
...
Agradecemos al P. Adolfo Franco S.J. por su colaboración.
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