P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas Ez 2,2-5; S. 122; 2Cor 12, 7-10; Mc 6, 1-6
Con la narración de este hecho San Marcos cierra la primera de las tres
secciones en que puede dividirse su evangelio. En la segunda Jesús no volverá a
entrar en una sinagoga, anda por zonas de menos presencia judía, incluso
paganas, y dedica a sus discípulos mucho tiempo. La última cubre la pasión y
resurrección desde el Domingo de ramos. El evangelio de hoy concluye la primera
parte.
Los vecinos de Nazaret, que está cerca de Cafarnaum, a menos de 40 Km., han
oído de los milagros y del impacto allí. Hay mucha expectación cuando Jesús se
adelanta para pedir el libro y hablar. La reacción es ambivalente: Por un lado
admiración. Por otro lado la resaca. Intentan una explicación y no la
encuentran. Le conocen. No creen. Jesús no pide alabanzas, honores,
reconocimiento de su sabiduría. Todo eso le sobra. Lo que pide es fe. Porque
solo será justificado el que crea en Él. Pero la fe no es tan fácil.
“Desconfiaban de Él”. Después de la resurrección, antes de despedirse de modo
definitivo, les dirá: “El que creyere y se bautizare se salvará, pero el que no
creyere se condenará”. (Mc 16,17).
La fe es un homenaje que una persona da a la calidad espiritual de otra
aceptando como verdad lo que ella me comunica. Al creer se reconoce cierta
superioridad a quien sabe y nos hace el favor de regalarnos una verdad. La
verdad siempre es un bien y nos hace mejores. Por la fe acepto como un bien la
verdad y, al acogerla, reconozco su valor para mí y doy gracias a quien me la
comunicó.
En el acto de fe sobrenatural en Dios creemos en Dios. Confiamos totalmente
en su palabra. Nos entregamos al plan que tiene cobre cada uno, porque es
infinitamente bueno y no dudamos de su amor. Reconocemos, aceptamos y
agradecemos que nos dé a conocer realidades maravillosas y bienes, que nosotros
nunca podríamos ni sospechar; que además tales bienes nos los quiera dar; y
además que esas verdades sean que me ama, que se me entrega, que me quita todo
lo negativo y sucio y que quiere abrirme a su infinito amor tenerme junto a Él por
toda la eternidad.
El Catecismo de la Iglesia Católica (C.I.C.) nos enseña que “la fe es ante
todo una adhesión personal del hombre a Dios” (150). En la fe el creyente
acepta el señorío de Dios hasta lo más íntimo de sí mismo. El acto abarca todo
el “yo”, hasta el mismo pensar, que se abre y somete a Dios y reconoce su
señorío sobre el pensamiento, sobre lo más yo y sobre lo que aparentemente no
puedo renunciar sin renunciar a ser yo mismo. En el acto de fe el creyente se
pone totalmente en manos de Dios, se reconoce criatura y totalmente dependiente
de Él. Es el acto más radical de obediencia a Dios. Es un acto libre; y tiene
que ser libre para que el homenaje, que el hombre hace a Dios, sea verdadero y
llegue a alcanzar el corazón de Dios y sea valorado por Él.
Este acto de adhesión a Dios es claro que lleva consigo inseparablemente el
asentimiento libre a toda verdad que Dios nos haya revelado; a creer en aquel
que nos ha enviado, Jesucristo su Hijo;
y a creer por fin en el Espíritu Santo, que revela a cada uno de los hombres
quién es Jesús (152).
La fe así entendida nos levanta y nos enriquece a una vida nueva, de calidad
muy superior, a la vida sobrenatural, que brota en nosotros al unirnos por el
bautismo a Cristo, la vid, haciéndonos sarmientos suyos y dando frutos que son
suyos y son nuestros.
Este asentimiento libre, como todo en esta realidad sobrenatural que nos
trae Cristo, es fruto de la gracia de Dios, que es necesaria también para el
acto de fe. Para decir sí a una persona, es necesario que me encuentre con
ella. Pero el hombre no puede subir a Dios por sí solo y menos desde la fosa
del pecado; Dios ha bajado y baja a encontrarse con el hombre y lo hace en su
Hijo Jesucristo. El encuentro de la criatura con el Creador no puede darse si
Dios no baja; pero Dios toma siempre la iniciativa. Lo que el hombre debe hacer
es lo que puede: responder a la llamada positivamente.
La respuesta positiva del hombre, siendo libre, no es automática. Por
desgracia se da en el hombre la concupiscencia, la tendencia al mal, el
desorden y la soberbia interior, que Satanás azuza, la tentación de “ser como
dioses”, tan atrayente. Sucede a muchos, sucedió a los nazaretanos. Conocían a
Jesús desde siempre, desde que aprendió a andar y hablar. Era uno de tantos, ni
siquiera había estado en Jerusalén ni había estudiado la Torá con rabí alguno,
nadie en tantos años le había visto hacer nada que demostrara poderes
extraordinarios; y de los milagros ¿qué podría ser?, algunos rabís decían que
era con el poder del Demonio, pues no respetaba el sábado.
La Iglesia nos ha convocado a los creyentes al “año de la fe”. Será un año
de gracia para nosotros y para otros. Redoblemos nuestras oraciones y
penitencias pidiendo para nosotros la gracia de una fe vigorosa y atrayente que
nos haga luces brillantes. Pidamos por los que no tienen fe o la tienen débil;
que busquen la luz, abran los ojos y venzan la soberbia. Pero además profundicemos
la fe con su práctica y su estudio, de forma que seamos más capaces de dar
razón de nuestra esperanza (1Pe 3,15). Les aseguro un gran placer espiritual al
gustar de su riqueza doctrinal y espiritual. Que el año de la fe sea para todos
ustedes el año de la alegría, de la gratitud y del amor.
“El justo vive de la fe” (Ro 1,17). María, madre de Dios “por haber creído”
(Lc 1,38.45)), alimente en nuestros corazones una fe cada día más luminosa y
contagiosa.
Nota
exegética
Sobre el término de “hermanos” de Jesús se apoyan no
pocos hermanos separados para negar la concepción virginal de Jesús y el culto
a la Virgen María.
1.- Hermano tiene un significado muy amplio en la Biblia,
no solo son los hijos de un mismo padre y madre, sino los primos y otros
parientes, los de la misma tribu y aun connacionales (Gen 13,8; Lev 10,4; 2Sam
19,13; Dt 25,3).
2.- A María, la madre de Jesús, no se asigna en los
evangelios a ningún otro hijo que a Jesús. No se explica cómo Jesús en la cruz
encomendó su madre al discípulo amado si hubiera tenido otros hijos.
3.- Por lo demás los hermanos separados caen en gran
error al negar a María la concepción virginal de Jesús y su maternidad divina,
afirmada claramente por Mateo y Lucas. Proceden sin lógica al negarlo porque
tuviera otros hijos, Prescindiendo de si María tuvo o no otros hijos, que María
tuviera otros hijos no quita que fuese la madre de Jesús, ni, por tanto, que
fuese madre de Dios, ni que la concepción de Jesús fuese virginal. A Jesús lo
concibió milagrosa y virginalmente, sin obra de varón, como es claro para quien
lee sin prejuicio a Mateo y Lucas: Jesús es Dios, tiene como Padre sólo a Dios
y como Madre a la Virgen María. María es madre de Dios, porque su hijo
primogénito es Dios, el Hijo de Dios, que en María y de María se hizo hombre, y
sólo ya por ese hecho merece de nuestra parte respeto, agradecimiento y todo el
culto con que los católicos la honramos.
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