P. Vicente Gallo, S.J.
El Matrimonio es un Sacramento de la
Iglesia. Por eso, dada la profundidad
por la que la Iglesia califica al Matrimonio como “Sacramento” de la Iglesia,
es necesario conocer la doctrina permanente de esa Iglesia en lo referente a la
sexualidad, como tema esencial al hablar del matrimonio que es comunión en el
amor. El Amor es lo más santo para quienes entendemos que Dios es Amor. Nos
dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “La sexualidad abraza todos los
aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma.
Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y
de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer
vínculos de comunión con otro”. (Nº
2332). Tres aspectos de la sexualidad
que se deben tener en cuenta al hablar del amor que ahí se practica.
El Catecismo habla a los esposos, y les dice:
“Corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su identidad
sexual. La diferencia y la complementariedad
físicas, morales y espirituales, están orientadas a los
bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. La armonía de la
pareja humana y de la sociedad depende, en parte, de la manera en que son
vividas entre los sexos la complementariedad, la necesidad y el apoyo mutuos”
(Nº 2333). En el matrimonio, en la
familia y en la sociedad, son una riqueza las diferencias físicas, morales y
espirituales, que hay en la sexualidad del varón frente a la sexualidad de la
mujer; ellas hacen que, como personas, se necesiten y se apoyen mutuamente,
siendo complementarios el uno del otro.
Citando después a la Familiaris Consortio
dice: “Creando al hombre ‘varón y mujer’, Dios da la dignidad personal de igual
modo al varón y a la mujer”. Y tomándolo
de la Mulieris Dignitatem, añade: “El hombre es
persona, y esto se aplica en la misma medida al varón y a la
mujer, porque los dos fueron creados a imagen y semejanza de Dios personal” (Nº
2334). Este aspecto de ser “personas”,
así como el serlo varón y mujer por igual, hace que el sexo de los hombres sea
esencialmente distinto del sexo de los animales, que también es distinto en el
macho y en la hembra. Los hombres son personas,
no sólo animales; tienen
espíritu, por el que deben ser responsables y sus actos tienen moralidad.
Dice el mismo Catecismo: “Cada uno de los dos
sexos es, con una dignidad igual, aunque de manera distinta, imagen del poder
y de la ternura de Dios. La
unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una manera de imitar en
la carne la generosidad y la fecundidad del Creador. ‘El hombre
deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos se hacen una sola carne’ (Gn 2, 24). De esta unión
proceden todas las generaciones humanas” (Nº 2335). Todos como personas, hombres y mujeres, son
la “imagen” y la “semejanza” de Dios, procediendo de esa unión del varón y la
mujer mediante el sexo usado responsablemente por los dos como “personas”,
desde un amor espiritual, semejante al de Dios.
Refiriendo todo eso al Sacramento de la
Iglesia, que es el Matrimonio cristiano, dice también el Catecismo: “Jesús vino
a restaurar la creación en la pureza de sus orígenes. En el Sermón de la
Montaña interpreta de manera rigurosa el plan de Dios: ‘Habéis oído que se dijo
“no cometerás adulterio”; pues yo os digo que todo el que mira a una mujer
deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón’ (Mt 5, 27-28). El hombre no debe separar lo que Dios ha
unido (Mt 19, 6). La Tradición de la
Iglesia ha entendido así el sexto
mandamiento como referido a la globalidad de la sexualidad humana” (Nº 2336).
Juan Pablo II, en la Familiaris Consortio (Nº
13), nos enseña, igualmente, que el amor conyugal no es un amor como otro
cualquiera dentro de los modos de amor humano.
El amor del acto de unión sexual en el matrimonio, abarca la totalidad
del hombre y la mujer como personas: el reclamo corporal mutuo desde el
instinto, la fuerza de la afectividad y de los sentimientos, junto con la
acción responsable y alturada del espíritu y la voluntad, con la que se dan el
uno al otro Más allá de la unión en una
sola carne, ese acto pide, a la vez que hace, no tener más que un solo corazón
y una sola alma.
Los esposos que viven su Sacramento del
Matrimonio viven en un mundo en el que ven y escuchan siempre entender de otra
manera el amor conyugal o el acto de unión sexual de la pareja. Pero son ellos quienes pueden decir a todos,
como réplica, el gozo distinto que ellos viven entendiendo el matrimonio desde
su fe, y el amor distinto con el que se unen conyugalmente en su acto de unión
sexual, que los hace partícipes del gozo de Dios.
Esa felicidad distinta, la que viven los
esposos conscientemente cristianos, radica en que su amor, con el que día a día
luchan por mantenerse fieles el uno al otro, es un amor no simplemente humano,
sino el amor con el que a cada uno ama Dios al amar a su cónyuge, y que lo hace
desde el corazón del otro, siendo en ambos un corazón de Dios en Jesucristo,
por la acción del Espíritu Santo que les hace partícipes de ese Amor de Dios
Padre. Ese amor exige en sí mismo
inquebrantable fidelidad, como Dios siempre nos es fiel en su amor. Y esa fidelidad lleva consigo la seguridad de
que su unión en el amor no se acabará nunca (1Co 13, 8): impone la indisolubilidad
del matrimonio, que no es una carga, sino una garantía de que serán felices
siempre como Dios ha querido que lo sean.
Con un amor, como el de Dios, abierto a la
fecundidad creadora, ese amor humano de la unión sexual se purifica de toda
tara de egoísmo que tiene lo puramente instintivo, lo hace espiritual,
responsable; proyectado hacia el dar vida a otra persona, el hijo, como fruto
de tal amor, y a no quedarse en el sólo acto, sino a perdurar en la pervivencia
que ambos tendrán en los hijos. Ni aun
la muerte los separará rompiendo el amor del que gozan juntos: será el paso a
la plenitud del amor con el que Dios ama, y del gozo de ese amor
inconmensurable en la vida eterna del Cielo.
Viviendo el matrimonio como Sacramento de la
Iglesia, no sólo sino principalmente en la unión sexual de los esposos, ocurre
que entonces, a las características normales de todo amor conyugal en el nivel
natural, se añade un sentido nuevo de lo que se hace en esa unión sexual, el
sentido del amor desde la fe cristiana, amar como ama Dios. No solamente
se purifica y consolida el amor conyugal: la fe lo eleva hasta el punto de
hacer de ese amor, con esas nuevas características, expresión de un nuevo valor del matrimonio:
el valor de ser Signo y manifestación del amor de Cristo amando a su Iglesia.
Resulta
claro que el vivir santamente el sexo es uno de los elementos muy importantes
en lo que planteamos como “Espiritualidad Matrimonial”. Es difícil vivir santamente algo que por lo
general se vive pecadoramente, usándolo desde lo instintivo animal que, por su
fuerza, hace olvidar lo espiritual característico de los seres humanos como
personas, que siempre deben poner en sus actos verdadera responsabilidad. Pero la “espiritualidad” de que hablamos
consistirá precisamente en el esfuerzo firme y permanente para hacer prevalecer
la fe y el espíritu por encima del instinto animal en los actos sexuales.
Como complemento importante, diremos algo
acerca del Celibato de los Sacerdotes y los Religiosos consagrando con Voto a
Dios el no uso de lo sexual. La fuerza instintiva de la sexualidad permanecerá
siempre en ellos, como seres humanos que son.
Mutilar su genitalidad o anular la fuerza y los valores de su sexo,
sería algo ilícito, contrario a la voluntad de Dios y a su plan divino al crear
al hombre y a la mujer como son.
Permaneciendo sexuados, con el Voto subliman su potencialidad sexual
dándose también con ella a ser de Cristo de manera total y exclusiva,
para que Cristo ame hoy a su Iglesia por medio de ellos con todo el amor divino
con que la ama. Con la sexualidad así ofrecida para ser de Cristo,
alcanzan la fecundidad misma de Jesucristo, como Salvador de la vida caduca y
pobre del hombre viejo, y dador de la Vida Nueva que él nos trajo del
Padre.
De ese modo, el Celibato es, además, signo y
anuncio de lo que serán los seres humanos en la eternidad del Reino de los
cielos, donde ya no necesitarán procrear (Lc 20, 35). Jesús no habría salvado nada usando su
sexo para procrear nuevos hombres tan “perdidos” como lo estaban todos. Jesús es Dios hecho hombre para Salvar a los
hombres dándoles la Vida Nueva que como hombres necesitaban recibir, y
que no podía venir del vigor y fuerza de los hombres mismos, sino de un poder y
un amor distintos, el poder y el amor de Dios (Jn 1, 13, y 3, 6-7).
El hacer nacer después en el mundo hombres
nuevos con la Vida Nueva que Cristo nos trajo, deberá ser por la misma vía:
mediante la Iglesia virgen y desde el Celibato consagrado, a fin de que todo
sea obra del Espíritu Santo que Cristo nos envió para que fuese la vida de su
Iglesia. La Iglesia debe ser “Virgen”,
no ya como María sino como Cristo; y quienes se consagran a él, para ser
ministros de su gracia y su obra salvadora, deben mantener personalmente en
ellos esa “virginidad” de la Iglesia.
Serán sólo de Cristo y totalmente de Cristo, en nombre de
todos los cristianos sus hermanos a quienes representan actuando en nombre de
toda la Iglesia, como ministros de ella y de Jesucristo el Salvador.
No es que el celibato y la virginidad sean de
la esencia de ser ministros de la Iglesia; pero sí de veras muy significativo
de serlo, y muy congruente en la pretensión de ser presencia misma de Cristo.
La Iglesia Romana lo impone, y lo hace legítimamente. Quien en ella quiera ser
sacerdote, debe aceptarlo. Y quienes deseen en ella consagrarse a ser vírgenes,
hacen algo que agrada mucho al Señor y sirve muy preclaramente a su Iglesia y a
la humanidad en nombre de ella.
¿Hemos pensado alguna vez que en el “hacer el
amor” sexualmente hacemos especialmente verdad el Amor con el que Dios nos ama,
y que en ello se complace Dios cuando se hace según el Plan suyo para el que
nos unió en Matrimonio?
...
Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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