P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Is 60, 1-6; S 71; Ef 3, 2-6; Mt 2, 1-12
Nuestro rey y salvador ¿dónde está?
Los Magos eran los sabios de su tiempo. En todas las antiguas culturas conocidas los astros y los sueños eran modos normales de intentar conocer el futuro para tomar decisiones. En la región de los magos eran desde hacía tiempo muchos los judíos y tenían gran influjo. De un fenómeno estelar extraordinario dedujeron que había nacido en Judea aquel Mesías del que los judíos y sus escrituras hablaban.
Lo dicho muestra la verosimilitud del hecho. Pero, recordemos, los evangelistas se interesan en los hechos por el valor que tienen para la fe de sus lectores. En el caso de Mateo son los cristianos convertidos del judaísmo. A lo largo de su evangelio es repetida la insistencia de Mateo señalando que Jesús cumple las profecías mesiánicas y que por tanto es el Mesías. En el episodio de los Magos Mateo ve realizadas la profecía de Isaías, que hemos escuchado, y la del salmo 71, que hemos orado (“que los reyes de Sabá y de Arabia le ofrezcan sus dones, que se postren ante él todos los reyes, y que todos los pueblos le sirvan”).
Este hecho además corrige el error en que habían caído los judíos, incluso los expertos en las escrituras. Pensaban que el Mesías vendría sólo para los judíos, los descendientes de Abraham, y no para los gentiles, todos los demás. El evangelio de San Mateo se escribe cuando algunos judeo-cristianos se oponen a que se admitan paganos en la Iglesia y además no se les obligue a circuncidarse y a cumplir las demás mandatos legales. En esos años Pablo está tropezando en su apostolado con esas dificultades, como aparece claramente en sus cartas. La venida de los magos ofrece a Mateo un argumento precioso para demostrar que Jesús, el Mesías rey, descendiente de David, ha venido para salvar no sólo a los judíos sino a todos los hombres, también a los gentiles, y que esto aparece muy claro desde el comienzo de su vida entre los hombres.
Los magos son para nosotros un ejemplo de cómo hay que buscar a Cristo con la mayor tenacidad. No se interesaban por la ciencia y la cultura judía para satisfacer una mera curiosidad, sino que buscaban el sentido de su vida. La ciencia de su tiempo, aun siendo tan rudimentaria comparada con la de hoy, les había dado a conocer la existencia del Ser Supremo, de su ley inscrita en el corazón del hombre y del valor particular de la religión judía en cuanto al conocimiento de Dios y de esa ley. Dios les premió su esfuerzo por la verdad. Les hizo caer en cuenta de que aquel fenómeno raro del cielo era señal de que el rey salvador de los escritos judíos había nacido. Hicieron sus preparativos y se lanzaron a atravesar el desierto hasta Judea por un camino de 900 Km. o tal vez el doble. Llegados a Jerusalén, sólo preguntaron dónde había nacido el Rey de los judíos. Habían visto su estrella y venían a adorarle. Es lo único que pretendían; cuando lo hicieron, ofrecieron sus obsequios y se regresaron.
El Papa nos está recordando con frecuencia que nuestra fe cristiana no se limita a ser una doctrina moral (que la tiene) ni una creencia religiosa (que también tiene), sino que es, nace y pretende un encuentro vivo y personal con Cristo.
Todos los que estamos aquí creemos que el presidente de los Estados Unidos es el Señor Obama; pero estoy seguro de que esa creencia no ha cambiado la vida de nadie, ni sus principios ni su conducta, ni se sienten infelices porque no hayan tenido oportunidad de saludarle y conversar personalmente. Pues bien creer en Cristo es algo mucho más grande y más profundo. No es fácil de explicar ni entender bien.
Se traduce con frecuencia por enamorarse de Cristo. La fe debe poner en marcha todos los resortes de la persona de tal manera que, absorbidos por el amor de Cristo y unidos a él, se orienten a su amor y servicio en la caridad con el prójimo y la gloria de Dios. Tal vez valga este ejemplo. Viajamos en el metropolitano. Vamos junto a muchas personas. Naturalmente que creemos que están allí, y que existen y otras cosas. Pero nos encontramos con una persona amiga. Es muy distinto: nos sonreímos, empezamos a hablar en seguida, nos preguntamos por nuestras vidas, nos manifestamos ideas y sentimientos personales, nos felicitamos o compadecemos, nos alegramos por el encuentro que nos ha cambiado en mejor.
Esto es lo que sucede en el encuentro entre Cristo y nosotros. Porque Cristo hoy está resucitado. Esto significa lo primero que está vivo, que ha sido glorificado también en su naturaleza humana y que así está a la derecha del Padre, es decir se le ha dado pleno poder sobre todo lo que existe en el cielo y en la tierra. En esta situación Cristo nos ha asegurado que nos estará acompañando hasta que lleguemos a la eternidad: “Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Es una realidad y su conocimiento requiere la fe; pero es una realidad y la conocemos y podemos hacérnosla presente por la fe. No olvidemos que “el justo vive de la fe” (Ga 3,11). Viviendo esta fe encontramos a Cristo y podemos vivir en la presencia de Dios. ¿Puede esta vivencia de fe hacerse parte de nuestra experiencia? Sí ciertamente. Y apenas habrá uno de ustedes que no la haya tenido alguna vez.
¿Cómo hacer para que sea más frecuente? Es una gracia y por ello debemos pedirla. Cuando por ejemplo vamos a orar, a meditar la palabra de Dios, a participar en la eucaristía, a tener una reunión cristiana, no dejemos de pedir a Dios su gracia, su ayuda especial para tener incluso la experiencia de que Él está con nosotros. Así lo aconseja San Ignacio en todas las meditaciones de los ejercicios; lo mismo la Iglesia al comienzo de la eucaristía: “Que la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos ustedes”; se repite esta petición al comienzo del evangelio, de la parte más estrictamente eucarística, antes de la bendición final y envío para dar testimonio en la vida.
Otro medio fácil para obtener esa gracia es la costumbre de dar gracias a Dios o pedir su ayuda. Cuando me sucede algo que me gusta, me anima, he logrado hacer con éxito, me estimula para bien, darle gracias por ello a Dios es muy fácil y nos pone en la presencia del Dios amigo. También es medio fácil el reverso de la medalla: el pedir a Dios su ayuda ante una situación molesta o de alguna dificultad, también pedir perdón tras algo que no he hecho bien.
Los magos no dejaron de buscar a Cristo hasta encontrarlo; y por eso lo encontraron. ¿Dónde estás, Jesús? ¡Ojalá que esta pregunta nos apremie!, nos duela y pidamos a Dios gracia para darle respuesta.
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