Homilía - 3º Domingo TO(B), 22 de Enero del 2012


En la Iglesia de Cristo
salvando a los hombres


P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.

Lecturas: Jon 3,1-5.10; S. 24; 1Co 7,29-31;Mc 1,14-20




El evangelio de hoy resume la obra de Jesús y muestra cuál ha de ser la obra de la Iglesia hasta el fin de los tiempos. “Se ha cumplido el plazo, el de las promesas del Antiguo Testamento, que vienen a resumirse en la llegada del Mesías, es decir del “Ungido” por Dios para la salvación de los hombres. Él trae un Reino nuevo, el de Dios, un modo nuevo de relacionarse con Dios y con los hombres. Un Reino en el que Dios es sobre todo el Padre misericordioso de todos los hombres, a los que perdonará y amará haciéndoles sus hijos, y en el que los hombres le amarán y se amarán entre sí perdonándose y uniéndose como hermanos. Es maravilloso, pero requiere el esfuerzo del cambio personal, de la conversión, y la humildad de la fe en el mensaje y el mensajero, que es el mismo Cristo.

Esto no lo va a hacer Jesús solo. Desde el comienzo de su apostolado reunirá a discípulos que, tras su muerte, continúen hasta el fin del mundo. A ellos les dará su misión y sus poderes (Mt 28,18-20). La Iglesia, pues, tiene como fin prolongar la presencia y la obra de salvación de Cristo hasta el fin del mundo. Éste es el núcleo esencial de la misión de Cristo y lo que él hizo, es lo mismo que hoy tiene que hacer la Iglesia. La Iglesia está, pues, para que Cristo y su obra salvadora sean conocidos por todos los hombres, para llamarles a la conversión y ofrecerles los medios para ella, para que encuentren la luz y la fuerza para hacer de su vida un encuentro con Dios Padre y comunión fraterna con todos los hombres.

El pasado domingo expliqué cómo Cristo llama a cada fiel con una vocación concreta y cómo algunos son llamados a consagrar su vida de modo directo e inmediato a lo mismo a que Cristo consagró directamente su vida (estos son los clérigos, religiosos y religiosas) y otros (los laicos) son llamados a actividades que se orientan a otros bienes necesarios o simplemente buenos para los hombres. De este modo los laicos, utilizando debidamente tales bienes, los consagran y ofrecen a Dios, sirviendo y dando testimonio a sus hermanos para que todos se lleguen a relacionarse entre sí como hermanos, conocer su vocación, descubrir al Dios verdadero y amarle como a su Padre.

A uno que pedía su intervención en una cuestión de justicia con su hermano, Jesús respondió que nadie le había puesto como juez para dirimir la razón de uno u otro (Lc 12,13-14). Los fieles católicos deben tener claro que no deben pedir de la Iglesia lo que no es su fin. No es el fin de la Iglesia la justicia en el mundo, ni tan siquiera el desarrollo de la cultura, ni la organización de la sociedad. Si hace algo que no sea su fin estricto, como la educación, actividades culturales o caritativas, las hace porque son medios para realizar su fin evangélico: que la Palabra llegue a los hombres y se conviertan al amor de Dios y del prójimo.

Los clérigos y los religiosos/as, han sido llamados por Dios para vivir sólo para Dios. Por eso la Iglesia no quiere que se dediquen a otras cosas. No es que sean malas, pero los laicos viven inmersos necesariamente en ellas y su vocación normal es la de santificarse allí. De esa forma al someterlas al dominio de Dios, usándolas para el bien, es la actividad del laico. Con ella el laico consagra el mundo a Dios, lo eleva y lo consagra con su peculiar sacerdocio.

Especialmente en el terreno de lo político es donde la Iglesia pide a los clérigos su abstención y en cambio a los laicos católicos una mayor intervención incluso de la que realizan hasta ahora. Pero la experiencia dice que muy fácilmente en la política entran las pasiones y la irracionalidad, dividiendo y enfrentando a las personas, lo cual en la Iglesia es siempre de escándalo, que es necesario evitar. Por eso la Iglesia quiere que la actividad política quede reservada a los fieles laicos.

Sin embargo no se debe pensar que a la Iglesia y a un católico lo mismo debe darle una opción política que otra. Hasta hay quienes prohibirían a obispos y sacerdotes pronunciarse sobre actitudes y valores morales en el campo de la política. La política es una acción humana y, como tal, puede ser moralmente buena o mala; y la Iglesia tiene la grave obligación de orientar e iluminar a sus fieles y a todos los hombres en lo que toca al valor moral de sus actos. En lo político no vale todo; también se dan los actos virtuosos y los pecados. El magisterio de la Iglesia en la moral política pertenece al fin de la Iglesia como una parte más de su servicio a los hombres, es un servicio precioso y necesario para sus hijos metidos en esa actividad dura y difícil (si se quiere hacer bien) y es un estímulo importante para que la cultura moral de un país se mantenga en un nivel humanamente digno. Mejorar el nivel moral de una sociedad es mejorar la sociedad.
Todo lo que hizo Jesús fue para la salvación de los hombres. Todo lo que la Iglesia hace debe ser para salvar a los hombres de sus pecados y abrirles el camino al amor de Cristo. Todo lo que cada uno de nosotros hacemos, hagámoslo de forma que pueda ayudar a que Cristo sea más conocido y amado.

Y no olvidemos que la obra cumbre salvadora de Cristo estuvo en la cruz. Nuestra oración, nuestros sacrificios, nuestro dolor, nuestras obras bien hechas para mejor servicio de Dios y los demás, especialmente las que hacemos para servir mejor a nuestros hermanos y por los más necesitados, tienen así el valor de las obras de Jesús. Que María, que tenía siempre las enseñanzas de Jesús muy presentes en su corazón, nos obtenga esta gracia de hacer así nuestra vida “totalmente cristiana”.




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