El discurso de Jesús

P. Adolfo Franco, S.J.

Marcos, 1, 21-28


Las palabras de Cristo producían sorpresa en sus oyentes, los dejaban admirados. ¿Nos sorprenden las palabras de Jesús, o más bien nos hemos acostumbrado a ellas?



San Marcos recoge en este párrafo la primera actuación de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Era costumbre que los judíos se reunieran los sábados en la sinagoga a orar y a leer y comentar la Sagrada Escritura. Con frecuencia era invitado a hacer la lectura y algún comentario a la misma alguno de los presentes, o algún invitado especial. Y, como la fama de Jesús empezaba a extenderse por los alrededores de los poblados que rodean al lago de Galilea, en este caso fue invitado Jesús a hacer la oración del sábado y la lectura de la Biblia y su explicación. Era ya comentario frecuente que el hijo de José, el carpintero empezaba a enseñar una nueva doctrina y a tener actuaciones sorprendentes.

Había, pues, mucha expectativa y cuando Jesús acabó de hablar todos quedaron admirados. Lo que más admiración producía era que su forma de hablar era distinta de la forma en que hablaban ordinariamente los escribas (los letrados) que eran los que ordinariamente hacían los comentarios. San Marcos recalca que la predicación de Jesús producía admiración, y que daba la impresión de que hablaba con autoridad, que sus palabras tenían una fuerza especial; y además dice que no hablaba como los escribas y fariseos.

¿Qué admiraban estos primeros oyentes? ¿Por qué las palabras que pronunciaba este hombre del pueblo tenían tanta fuerza? Por varias razones fundamentales: Jesús no repetía frases hechas, sino enseñanzas que llegaban al alma. Además se notaba que quería ir a lo esencial del mensaje de Dios, y no se quedaba en los mandatos exteriores y rutinarios sobre los que tanto insistían los fariseos. Era una enseñanza tremendamente exigente, que quería elevar a sus oyentes y sacarlos de la mediocridad. Y finalmente se sentía a las claras que lo que enseñanza lo sacaba de su corazón y que no hacía más que trasmitir con sus palabras lo que El vivía en su propia vida.

La predicación de Jesús no estaba llena de tópicos, de frases hechas, de consejos rutinarios. Sus palabras eran “nuevas” no dichas por nadie antes. Y no tenía que recurrir a una aburrida erudición, ni a abstracciones difíciles, para que fueran profundas: Eran las palabras más simples del mundo, pero que llegaban con una fuerza incontenible: eran palabras como las de las parábolas; palabras sacadas de la naturaleza, del quehacer de cada día. Era la realidad convertida en mensaje: la siembra es Reino de los cielos, y el tesoro que alguien descubre explica el atractivo del Reino de los cielos, y la pesca, y la semilla pequeña son señales del Reino de los cielos. Todo transparente y todo lleno de sentido. Eran palabras esperadas por aquellos campesinos y artesanos que estaban ávidos de encontrar un nuevo sentido a sus vidas de cada día, y por eso en seguida se dieron cuenta de que las palabras de Jesús producían un sonido distinto en sus corazones.

Jesús no reducía la entrega a Dios a una serie de fórmulas y prácticas externas; no quería sacrificios de animales, sino la entrega de la vida; no enseñaba la limpieza ritual, sino la pureza extrema del corazón. No valoraba la limosna por la cantidad sino por la generosidad del donante. Porque Dios habita en el corazón y es el corazón lo que hay que entregarle.

Además eran palabras exigentes; que superaban todas las antiguas exigencias. Ponían el límite muy arriba; y por eso todo el que tenía ansias de superación encontraba que su enseñanza era un reto hermoso, y que valía la pena escucharlo con seriedad: se dijo a los antiguos “ojo por ojo y diente por diente” pero yo les digo que hay que amar incluso al enemigo. Hay que tener un total desinterés, en la amistad, en el servicio. Hay que darse totalmente sin límites y sin condiciones. No hay que hacer nada por apariencia, sino hay que orar en silencio, y no exhibir las buenas obras. Hay que tener una total confianza en el Padre que alimenta con su mano a los pájaros del cielo, y que viste con una imaginación admirable a todas las flores.

Pero, todo eso lo enseñaba, con una convicción que nacía de su propia vida. Todo lo que enseñaba era lo que El vivía cada día. No era como ésos que ponían a los demás exigencias muy grandes, de las que los “maestros de la ley” se consideraban exentos. El tenía el atrevimiento de hablar de la pobreza, porque no tenía ni dónde reclinar la cabeza, el derramaba sus bendiciones sobre los pacíficos y sobre los que padecen persecución, porque sabía lo que era ser perseguido injustamente, y sabía del triunfo de los que buscan la paz.

Por todo eso causaba admiración en sus oyentes, ellos entendían al oírle que no había absolutamente nada de fingimiento en todo lo que Jesús enseñaba. Que no era cuestión de cosas externas, de ritos, sino que había que adorar a Dios con el corazón y hasta las últimas consecuencias. Por todo esto su doctrina sonaba a novedad, e incluso sus enemigos en algún momento dirán: nadie ha hablado como este hombre.






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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.




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