De diferentes maneras, desde el principio del cristianismo, la Iglesia universal no ha dejado de dar testimonio al Salvador justo y misericordioso que no deja de purificar, después de la muerte corporal, las almas inmortales cuya vida terrestre terminó sin que ellas hayan reparado, completamente, sus faltas hacia Él. Desde principios del siglo III, Tertuliano remite a la tradición apostólica las ofrendas eucarísticas por los difuntos. Clemente de Alejandría ve en ellas un acto de compasión, Agustín y Crisóstomo un alivio procurado a los muertos. Agustín evoca las penas que las purifican. De ahí saca san Bernardo el sustantivo purgatorio, en el siglo XI.
El concilio ecuménico de Florencia, en 1439, nos ofrece (dependiendo de Benedicto XII, 1336) una formulación dogmática de esa penas purificadoras que afectan a los difuntos: “Aquellos que han muerto en amistad con Dios antes de haber hecho obras dignas de penitencia son purificadas después de su muerte mediante penas purificadoras y se benefician de los sufragios de los vivos”.
Estilo afirmativo que el segundo concilio ecuménico de Trento completa negativamente anatematizando a los negadores de la permanencia de una “pena temporal que se debe sufrir en este mundo o en el otro, en el purgatorio, antes de acceder al Reino de los Cielos”. Luego, en su última sesión (diciembre de 1563), el concilio no se limitó a recomendar la discreción en la predicación sobre ese tema, sino insistió sobre el tema doctrinal: “La Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, enseñó según las Sagradas Escrituras y la antigua tradición de los Padres, que hay un Purgatorio; las almas que ahí son retenidas, son auxiliadas por las intercesiones de los fieles, en especial por el sacrificio propiciatorio del altar; el concilio prescribe a los obispos que tomen las debidas providencias para que esta doctrina del purgatorio sea creída, enseñada y predicada en todo lugar”.
El Concilio Vaticano II citó este texto y reafirmó el dogma mencionando “algunos discípulos del Señor purificados después de su muerte” (LG 51 y 49).
Hay un Purgatorio; es decir, hay un Dios purificador que purifica a los bautizados aquí abajo y también, si no aceptaron esta purificación terrestre, después de la muerte. Ningún alma puede entrar en el Reino de la visión de Dios si no ha logrado una purificación plena de sus faltas.
La fe en Dios purificador expresa la esperanza en Dios. Entre el infierno, alejamiento definitivo de Dios, y el Cielo, proximidad inmediata, el purgatorio es aproximación progresiva. El alma del Purgatorio consciente de su pecado, aún no plenamente reparado, experimenta un sufrimiento moderado por la dichosa certeza de su salvación eterna. El mismo fuego divino es para el condenado Suplicio, para el impuro Purificación, para el totalmente purificado Beatitud.
Si algunos sobrevalúan al Purgatorio, otros subestiman su pena. Solo aquellos que, en la fe, toman consciencia de la infinita santidad de Dios y de las heridas que el pecador infringe a la humanidad y a sí mismo, pueden comprender el dolor de los impuros purificados. Este dolor escapa a la mayoría de los hombres enceguecidos por el pecado. Los místicos lo intuyen merced a la gracia misma que los purifica.
Esta es la misericordia de la Pureza Purificadora de Dios que Cristo, a través de su Iglesia, continuará anunciando hasta el fin de la historia a todas las generaciones. A la vez que anuncia los méritos de su Pasión y de los santos, activos en las indulgencias.
El misterio de las santas indulgencias, signos de la indulgencia de Cristo
Contrariamente a lo que algunos imaginan, la Iglesia de nuestro tiempo a reafirmado solemnemente, por boca de Pablo VI, en 1967, la doctrina y la práctica de las indulgencias.
A partir del siglo III, conscientes de la solidaridad entre bautizados, que llamamos comunión de los Santos, “los penitentes hacían un llamado a toda la comunidad, pedían a los confesores de la fe, cuyos sufrimientos eran considerados preciosísimos, que los ayudaran, por sus méritos, a obtener del obispo la reconciliación”, en el sacramento de la penitencia. “Las oraciones y las buenas obras de los justos eran tan estimadas, continúa Pablo VI, que se afirmaba: el penitente es lavado, purificado, rescatado, gracias a la ayuda de todo el pueblo cristiano”; se “creía que la Iglesia satisfacía, en cada uno de sus miembros (justos), como un solo cuerpo, unido a Cristo, para la remisión de los pecados”.
Por ese motivo, los obispos, luego de haber establecido la medida de la satisfacción que el pecador deseoso de reconciliación debía brindar, “permitían que las penitencias canónicas fuesen reemplazadas por otras obras realizadas por los penitentes mismos o por otros fieles”.
La Iglesia de los primeros siglos estaba convencida de esto: los obispos podían liberar a cada creyente de las consecuencias de sus pecados por la aplicación de los méritos de Cristo y de los santos.
Esta convicción condujo a la práctica de las Indulgencias.
La Indulgencia es la remisión de un castigo temporal debido al pecado ya perdonado en tanto que ofensa a Dios. Recordémoslo: el perdón del pecado no suprime la necesidad de una reparación por parte del pecador (de la misma manera que un violador de un derecho humano puede recibir el perdón de la víctima sin dejar estar obligado a reparar el daño que ha causado). Como todas las madres, la Iglesia castiga corrigiendo, a la vez que perdona.
Entregando a Pedro y a sus sucesores las llaves del Reino de los Cielos, Cristo les entregó el tesoro de sus méritos y de los méritos de los santos que dependen de los suyos. Los Papas pueden sacar de este tesoro para beneficiar a los miembros débiles de la Iglesia con los méritos superabundantes de los santos. Por el sacramento de la Reconciliación, la Iglesia perdona las faltas; mediante las indulgencias paga las deudas que resultan de las faltas.
Este perdón de las deudas no significa de ninguna manera una dispensa respecto de la ley divina de la penitencia. Por el contrario, la Iglesia condiciona la adquisición de una indulgencia plenaria y su aplicación, por el bautizado, a sí mismo o recurriendo a Dios, a un difunto, a través de las intenciones del Papa y el recurso a los sacramentos en el contexto de una caridad pura que detesta todo pecado, incluso venial. Sólo aquellos que tienden a la perfección pueden, a través de la Indulgencia plenaria, apropiarse de los méritos de Cristo y de su Iglesia. Los vivos sólo pueden beneficiarse plenamente del tesoro de la Iglesia si es que están dispuestos a acrecentarlo.
Adquiriendo Indulgencias, los bautizados manifiestan su fe en los méritos superabundantes de Cristo, y de los santos, su comunión con el sucesor de Pedro, su caridad sobrenatural respecto de ellos mismos y de los justos de la Iglesia sufriente: la práctica de las Indulgencias” (agrega Pablo VI) constituye un excelente ejercicio de caridad cuando es destinado a ayudar a nuestros hermanos difuntos dormidos en Cristo.
En ese sentido, antes de su ruptura decisiva con Roma, Lutero redactó, en 1517, un Tratado sobre las Indulgencias, donde se mostraba tan sensible a su utilidad para la Iglesia, que escribía sin hesitar: mediante ellas, “el Papa va en ayuda de los difuntos”. Además, en mayo de 1518, Lutero escribía al Papa León X, a propósito de sus tesis sobre las Indulgencias: “Santo Padre, reconozco su voz como la de Cristo, que habla y gobierna en usted”. La violación de este compromiso está en el origen de la Reforma.
Hoy día, muchos bautizados podrían considerar, a la luz de la doctrina permanente de la Iglesia, la bondad y las ventajas de las indulgencias para la vida cristiana en el tiempo y en la eternidad.
Debemos reparar nuestras faltas frente a los muertos: la adquisición y la aplicación de las indulgencias es uno de los medios más hermosos de hacerlo. Tal vez esto fue lo que habían percibido esos cristianos de Corinto cuando se daban, en favor de sus muertos, esos baños misteriosos evocados por San Pablo (I Cor 15, 29): tal es al menos la interpretación dada recientemente por muchos autores, especialmente por el exegeta dominico C. Spicq.
Se puede ver que la doctrina y la práctica de las indulgencias resultan de un largo desarrollo y de una aplicación de muchas verdades misteriosas enseñadas por los Apóstoles en el Nuevo Testamento y primeramente por la Tradición: a saber, la solidaridad de los cristianos entre ellos, la oración eficaz de los vivos por los muertos en Cristo, el poder entregado a Pedro y a sus sucesores de atar y desatar (las llaves del reino).
Se puede, entonces, hablar con respeto y gratitud, de un misterio de las Indulgencias revelado en sus fuentes y dogmatizado por la Iglesia, un misterio al que todos los cristianos confirmados por el Espíritu en la Sangre de Cristo deben, después de haberlo estudiado con admiración y amor, dar testimonio, aun con un martirio sangriento, si fuese necesario. Es verosímil, por otro lado, que muchos de los mártires católicos de la época de la Reforma dieron su vida por confesar frente al mundo este misterio de la Indulgencia de Cristo que se manifiesta en las santas indulgencias de la Iglesia.
José Gálvez Krüger Tomado de Margerie S.J., Bertrand de Le mystère des Indulgentes P. Lethielleux, París, 1998
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