Lecturas: Sof 3,14-18; Flp 4,4-7; Lc 3,10-18
Estamos a menos de dos semanas de la Navidad. El Señor viene a cada uno de nosotros. Claro que vendrá. No hacen falta actitudes ni actos solemnes. Lo leí en una pequeña revista de un vicariato misionero de la selva peruana. Un joven muy ligado antes a su parroquia se había alejado; pero el Señor le llamaba al corazón. Pidió a Dios una señal. Pocos días después el párroco montó en su mototaxi (era mototaxista). El sacerdote pagó su viaje, pero el joven le devolvió gentilmente el pasaje, añadiendo 20 céntimos. El sacerdote agradeció el gesto y guardó las monedas sin siquiera mirarlas. Más tarde cayó en la cuenta de que el joven mototaxista le había devuelto 20 cts. de más. Lo buscó y le devolvió su dinero, aquella pequeña cantidad. El mototaxista entonces tuvo una inspiración y reconoció en este pequeño gesto la respuesta de Dios, que le trajo de nuevo al redil de Cristo. Si nos esforzamos por vivir en cercanía con Dios nuestros deberes diarios, seguro que caeremos en la cuenta de los signos de su presencia.
Que Jesús ha venido es una buena noticia. Es lo que la misma palabra “evangelio” significa: “eu” bueno y “anguelion” noticia, “buena noticia”.
Las buenas noticias dan alegría. La liturgia de hoy explota en expresiones de alegría: “Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel, alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén”, nos dice el profeta Sofonías más de seis siglos antes de Cristo.
Sión es el nombre más antiguo que tenía la montaña donde estaba la ciudad que conquistó David, en la que puso su capital Jerusalén. En la Biblia Sión, Israel, Jerusalén señalan tanto a la ciudad, como a los habitantes de Jerusalén y aun a todo el pueblo judío. Pero también son símbolos de la Iglesia, que es la nueva Jerusalén, el verdadero Israel y el nuevo pueblo de Dios. Por eso la Iglesia ve la profecía de Sofonías cumplida en sí misma. Se lo recuerda a sí misma y lo recuerda a todos sus hijos: Jesús, la segunda persona de la Trinidad, el Hijo de Dios hecho hombre en el seno de María y nacido en Belén, nos ha salvado de nuestros pecados muriendo en la cruz y resucitando. Por eso profetizó Sofonías: “El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos”. Los verdaderos enemigos son los demonios y los vicios y pecados. “El Señor será el rey de Israel, en medio de ti y ya no temerás”. Y la Iglesia te ha hecho rezar: “El Señor es mi Dios y Salvador, confiaré y no temeré, porque mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación”. E, inspirándose en San Pablo, insiste: “Estén siempre alegres en el Señor; se lo repito, estén alegres”. Y también hemos pedido en la oración colecta: “Poder celebrar la Navidad, fiesta de gozo y salvación, con alegría desbordante”. En la oración final de acción de gracias tras la comunión confesaremos que la salvación se concreta en la “purificación de todo pecado”.
En efecto nuestra alegría no la deben causar cosas materiales, externas y perecederas, sino la presencia de Dios en nosotros, que nos libera de nuestros pecados y de tantas limitaciones en el ejercicio de la caridad con Dios y con los demás y nos aporta el dominio sobre nuestras malas tendencias.
Ya reflexionamos sobre la presencia de Dios en la historia de la humanidad. Esta presencia y acción de Dios en la historia ha llegado al máximo con la Encarnación del Hijo en el seno de María y su obra posterior hasta morir y resucitar y su permanente estar y actuar en su Iglesia.
Esta presencia del Señor es siempre una buena noticia. Es bueno que se dé, es bueno incentivarla. Las buenas noticias producen alegría. Vivir la Navidad de Jesús es participar de la alegría de María y José, de la alegría de los pastores, de los magos, de todos los que, oyendo la noticia, creían y esperaban la salvación de Israel.
Esta presencia del Señor es siempre una buena noticia. Es bueno que se dé, es bueno incentivarla. Las buenas noticias producen alegría. Vivir la Navidad de Jesús es participar de la alegría de María y José, de la alegría de los pastores, de los magos, de todos los que, oyendo la noticia, creían y esperaban la salvación de Israel.
La Buena Noticia ya llegó. Pero hay quienes todavía no se han enterado. La palabra del Bautista lo recuerda. Si la presencia de Cristo no te alegra, puede ser que estés terco en que sin dos túnicas no puedes ser feliz, o sin ser injusto como los publicanos, o sin extorsionar como los soldados. Por esos caminos, por los caminos del pecado, del egoísmo, del vicio, de la injusticia, no se alcanza ni se crea la alegría de Jesús.
La alegría cristiana empuja a la generosidad, a compartir lo mío con el otro que no tiene, a estar contento con lo que se tiene, a respetar, a observar el orden de la justicia, a abrirse al otro y a suscitar su alegría. Lo resume Juan: “Yo los bautizo con agua, pero viene uno, que puede más que yo. Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Nosotros hemos sido bautizados con el Espíritu Santo. El bautismo de Jesús, nuestro bautismo nos perdonó los pecados, pero además en él se nos comunicó el mismo Espíritu Santo, que nos transformó como el fuego transforma todo lo que penetra, y nos aportó una serie de capacidades de actuación nuevas, sobrenaturales. La persona que ha sido bautizada y no ha perdido la gracia santificante por el pecado mortal o la recuperó con la confesión sacramenta, posee una serie de capacidades que la catapultan al orden divino, haciéndole semejante a Dios. Decía Raimondi que el Perú es un mendigo que duerme tumbado sobre un saco de oro. Lo mismo se puede decir de los católicos. Y es así porque tenemos a Cristo con nosotros. Si podemos creer, hablar con Dios, escucharle, perdonar como Él, amar a Dios como Padre y al prójimo como hermano, como Jesús lo hace, y si un solo acto de amor puro nuestro a Dios vale más que todo el mundo, es porque Jesús ha venido a esta tierra y nos ha hecho hijos de verdad de Dios y herederos suyos. San Pablo dice algo que no solemos recordar, que “a los que aman a Dios todo lo que Dios permite que les suceda es para su bien”. Se trata desde luego de su bien sobrenatural, pero que es real y es el definitivo”. Si vivimos de la fe, como debe vivir el justo, nada nos quitará la confianza, la seguridad y la alegría.
Actuemos con ellas. En nuestra oración demos gracias a Dios no solo por los bienes naturales, sino también y sobre todo por los sobrenaturales. Estemos atentos a tantas inspiraciones, tantos buenos deseos y fuerzas para el bien que nos invaden y animan. Y pidamos al Señor, a nuestro ángel de la guarda, que, ya que nunca nos abandonan, nos conceda el favor de sentirlo cercano. Porque la alegría del Señor es una fuerza poderosa para hacer el bien y superar las dificultades.
Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.
P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita†
Director fundador del blog
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