P. Vicente Gallo Rodríguez S.J.
“Dijo Dios: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que mande sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo, sobre las bestias, las fieras salvajes y también los reptiles que se arrastran sobre el suelo’.
Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó.
Dios los bendijo diciéndoles: ‘Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla a ustedes. Manden a los peces del mar, a las aves del cielo y a cuanto animal viva sobre la tierra’. Creó, pues, Dios así al ser humano a imagen suya. A imagen de Dios los creó, varón y mujer los creó”.
(Génesis 1, 26-27)
“Quiero ser como Dios”. Este grito, que parece blasfemo y puede serlo si es enfrentarse con el Creador, dicen que fue el primer grito de rebelión, el de Luzbel, el ángel caído que se convirtió en Satanás. Algo parecido quiso decirnos la sabiduría griega con el mito aquel de Prometeo que un día quiso subir hasta lo más alto de la morada de los dioses para robarles sus secretos, entre ellos el fuego, y traerlos a la tierra para los hombres: con esa hazaña, no sólo sería famoso, sino que tendría más poder que el resto de los humanos, sería su rey. Pero descubierto en su audaz golpe, los dioses, irritados, le encadenaron en la cumbre más alta del Cáucaso donde un águila le comería el hígado, que de nuevo le renacería para verse otra vez devorado. Zeus entonces, como regalo para los hombres que tanto soñaban, creó a Pandora trayéndoles un cofre misterioso en sus manos; al abrirle la tapa, se halló que en él estaban encerrados todos los males, quedando en el fondo del cofre la esperanza. Mitos clásicos imperecederos.
Son mitos, qué duda cabe. Pero llenos de sabiduría. En el Libro Sagrado del Génesis bien se puede entender algo parecido con aquel relato del Paraíso. Allí aparece Adán insatisfecho, siendo dueño de todo lo creado. El Libro pone también a Eva como respuesta que da Dios al hombre en su insatisfacción profunda; aunque de ella habría de proceder para los hombres el pecado y todos los consiguientes males, pero siempre quedando la esperanza como telón de fondo. La dimensión prometéica del hombre, y la caja de Pandora, han pasado a ser tópicos de la literatura sobre el misterio del hombre. La Torre de Babel para subir hasta el cielo y la multiplicación de los idiomas como castigo, también del Génesis, es un relato que nos dice algo parecido.
Sin la luz no entendemos ser posible la vida; el traer a la vida lo llamamos “dar a luz”. Pero es que la vida misma es luz; y la muerte es caer en las tinieblas, la tiniebla total. Vivir sin tener felicidad es no encontrar luz en la vida. Vida, felicidad y luz se nos hacen equivalentes; la esperanza, es la luz allá en el horizonte caminando en la oscuridad. Y no hay esperanza alguna de verdadero vivir después de la muerte si no es por obra de Dios, dándonos El una Vida nueva, personal, pero distinta. La que Dios nos ha prometido, en la que creemos y esperamos, la Vida que tiene Jesús resucitado: el vivir mismo de Dios, nuestro anhelo indoblegable a pesar de tantas decepciones y fracasos.
Definitivamente, mientras vivimos queremos ser felices. Pero ocurre que una felicidad mal poseída o muy corta en sus límites podemos considerarla desdicha. Nuestro anhelo de vivir es anhelo de gozar, y cualquier límite que nos amenace, en duración o en calidad, nos hace sentir más desdichados. Siempre queremos vivir mejor, y gozar no sólo más tiempo sino con un gozo mayor. Solamente “ser como Dios” respondería a nuestro anhelo de vivir y de gozar que hay en lo más profundo de nuestro ser.
Dios existe, razonó alguien: porque ha de existir ése que me ame siempre, porque tiene que existir quien dé sentido a mi anhelo profundo de vida y de felicidad. Es cierto que si Dios existe no dependerá de que yo lo afirme, ni deja de existir si yo lo niego. Pero encuentro la más rica y profunda explicación de lo que es este viviente llamado “hombre”, que anhela una felicidad sin límites, en aquella revelación que nos hace la Biblia de que el hombre es “imagen y semejanza de Dios”; que al crearlos hombre y mujer, “a su propia imagen y semejanza de Dios los creó”.
Por eso, no es arrogancia querer vivir y ser felices como Dios, ni es una blasfemia el decirlo. En nuestra fe cristiana, afirmamos que es para ello para lo que Dios se hizo hombre, y que ese es Jesús: el que vino para salvarnos de perecer en nuestro laberinto de ser solamente hombres, trayéndonos del cielo la respuesta de vivir y ser felices para siempre como Dios, si creyendo en El nos entregamos a ser suyos incondicionalmente.
Ese amor que Dios nos tiene es la Buena Noticia que nos ha llegado y en la que creemos. Creyendo en Jesucristo es como digo con fe y esperanza: “Quiero ser como Dios”. Lo siento así en mi íntimo ser porque Dios me ha hecho para ello. Manteniendo su plan divino, nos lo ha prometido, nos lo ha dado a conocer como promesa, y creemos en ella al creer en El. Por eso es que yo, confiado, me entrego a El desde mi fe en el amor que nos ha demostrado enviándonos a su Hijo para que, creyendo en él, no perezcamos sino que tengamos la Vida eterna suya (Jn 3, 16). Es la Buena Noticia que he recibido, en la que he creído y que me salva. La que como sacerdote quiero transmitir al mundo entero. En Jesucristo estamos salvados.
Dios quiso que quedara escrito en sus “Evangelios”. Que no son “unos Libros” sin más. Los escribieron quienes lo conocieron y quisieron dejar por escrito para la posteridad esa “Buena Noticia” que ellos hallaron en Jesús y que debía serlo para toda la posteridad. Sólo con ella tienen salvación el hombre y el mundo. No existen para perecer: en Jesús están salvados.
Esa Buena Noticia que es Jesús como Salvador, fundamentalmente es que Dios nos ama como ama a su Hijo. Y que su voluntad sobre nosotros los hombres es que nos amemos unos a otros como nos ama Dios; como Jesús, Dios hecho hombre, nos enseñó a amar con su propia vida entre los hombres, y con su doctrina que es Palabra de Dios. En Jesús vino al mundo la Palabra de Dios para hablar a todos los que nos encontrábamos perdidos sin su verdad.
Si nos amamos unos a otros como lo aprendemos de Jesús, por medio de los testigos que nos lo transmitieron, haremos ese mundo nuevo que todos tanto anhelamos, y que no logramos hacerlo con más ciencia, con más tecnología, ni con más armas para “poner orden” destruyendo y matando. Solamente con el Amor de Dios en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que Jesús nos envió desde el Padre, para que con la fuerza de él realizásemos su obra salvadora, podremos hacer nuevo y mejor este mundo. Y ese Amor es el que primordialmente se ha de vivir en la relación de pareja de los matrimonios cristianos, como iremos diciendo más adelante.
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