Lecturas: Nm 6,22-27; S. 66; Ga 4,4-7; Lc 2,16-21
Madre de Jesús y Madre nuestra
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
La liturgia de hoy quiere reunir la celebración de la Maternidad divina de María, de la circuncisión de Jesús e imposición de su nombre “Jesús”, y de la conmemoración de la Jornada mundial de la paz, a la que la Iglesia se suma con gusto y en la que el Papa envía un mensaje a toda la humanidad cada año. Dadas las obvias limitaciones, me reduciré a alguna reflexión sobre el misterio de la Maternidad divina de María.
Que María haya concebido virginalmente a Jesús, Hijo de Dios y Dios como el Padre, participando de su misma naturaleza divina, es una verdad contenida en la Escritura clara y cierta. La Iglesia no ha necesitado de grandes teólogos, que los ha tenido y sigue teniendo, ni de muchas especulaciones para llegar a ella. «Llamada en los Evangelios “la Madre de Jesús” –dice el Catecismo n. 495– María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como “la Madre de mi Señor” desde antes del nacimiento de su Hijo. En efecto, Aquel que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios. Desde las primeras formulaciones de la fe la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso: Jesús fue concebido sin elemento humano, por obra del Espíritu Santo» (CIC 495-496).
Fuera de los que niegan la misma divinidad de Cristo, admiten esta verdad de fe el resto de los hermanos separados. Sin embargo no sacan las consecuencias debidas. Porque la obra de salvación de los hombres por Cristo está presente a lo largo de toda la historia humana, que por ello es designada correctamente como “historia de salvación”. Y a esta historia María está íntimamente vinculada de modo necesario. Aparece ya en el Paraíso tras el pecado: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje. Él te aplastará la cabeza mientras acechas tú su calcañar” (Ge 3,15).
A partir de este momento María aparece en la historia de la salvación como una estrella orientadora simbolizada en la figura de una serie de mujeres bíblicas como Sara, esposa de Abrahán y madre milagrosa de Isaac, Ana, la madre del profeta Samuel, Débora, Rut, Judit y Ester, y muchas otras. “María sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de El con confianza la salvación y la acogen. Con ella, excelsa Hija de Sión, después de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación (LG 55)” (CIC 489).
En efecto esta verdad de la maternidad divina de María establece su relación no sólo con Jesús sino también con todos nosotros. La maternidad divina de María tiene su razón de ser y su misión en la naturaleza y misión de Jesús. Jesús no ha venido para otra cosa sino para la salvación de los hombres del pecado y se ha unido a la naturaleza humana para, rescatándonos con su muerte, unirnos a Él como sarmientos a la vid y como cuerpo a su cabeza. Son verdades archirrepetidas en la revelación. “Le pondrás por nombre Jesús porque él va a salvar a su pueblo de sus pecados” –dijo el ángel a José y lo había dicho a María, Mt 1,21; Lc 2,31–.
Para continuar esa su obra salvadora, Jesús iba a fundar su Iglesia, le iba a dar todos sus poderes y la seguridad de que estaría con ella hasta el fin de los tiempos (Mt 16,18; 28,18-20). En el momento supremo, en “su hora”, cuando completaba su obra, teniendo al pie de la cruz a la pecadora arrepentida, al discípulo amado, a su propia Madre, viendo en ellos el embrión de su Iglesia, a la cual haría su esposa querida y dejaría toda su herencia, en ese momento para él tan importante dio al discípulo la suya por Madre y a él se la encomendó. Ese grupito era símbolo de la Iglesia entera y aquel discípulo querido era el símbolo de todo creyente, discípulo de Cristo. La virgen María recibía entonces una nueva misión: la de madre del discípulo, de todo discípulo de Cristo, la misión de Madre de la Iglesia.
La Iglesia lo ha ido conociendo con más y más claridad a medida que ha ido viviendo más a fondo la riqueza de su fe. Por eso señal de que cada uno de nosotros vamos creciendo en la fe y vamos entrando más y más en el misterio de Jesús, es precisamente nuestra devoción a la virgen María. No se trata de que María sustituya a Cristo (lo que sería un disparate) sino de que en el mundo rico de verdades y dones de la fe todos aumenten su fuerza bajo la luz y el afecto de María. La Iglesia fomenta la devoción a la virgen María. Cada fiel debe aumentarla en sí y en otros.
La Iglesia nos lo enseña. En la misa, su acto de culto más importante como sabemos, la comunidad comienza purificando su alma con la contrición. En la primera fórmula de la parte introductoria se invoca la intercesión de los santos y singularmente de la Virgen María. Luego, en la parte sacrifical y de ofrenda del sacrificio de Cristo al Padre, se invoca siempre la intercesión de María junto a la de los santos. La liturgia recuerda también con frecuencia misterios, fiestas, advocaciones de María a lo largo del año.
Los santuarios de María, muchas veces erigidos a petición de la misma virgen María, son a lo largo y ancho de la tierra la prueba de la providencia maternal de María sobre sus hijos. Allí se convierten los pecadores, se curan tantos enfermos aun con milagros, encuentran paz los atribulados. Son fuente de gracia, de esperanza, de perdón para todos.
Lo que pidamos a María, si es bueno, nos será siempre concedido. No importa que no seamos dignos. La madre no actúa con amor porque el hijo lo merezca, sino porque es su hijo y tiene necesidad. Celebremos las fiestas de María con especial devoción. Preparémonos a ellas. Hagámosle obsequios especiales de sacrificios especiales y buenas obras. Alimentemos nuestra devoción y fervor leyendo de ella y sus misterios. En nuestras oraciones, por las intenciones y métodos más varios, que esté siempre presente el recuerdo, la acción de gracias, la petición a la virgen María.
Así como la primera pregunta a hacernos para evaluar nuestro caminar, por ejemplo en el año que ayer terminó, debe ser: ¿Mi amor a Jesucristo crece o bien está estancado o disminuye?, de modo semejante hagámonos las mismas preguntas sobre el amor a María: ¿Crece? ¿disminuye o está estancado?. María, Madre de Jesús, Madre de la Iglesia, ¿lo es para mi? ¿lo que es cada vez más? ¿qué han sido estas navidades en este aspecto?
Los hijos de Dios, los hermanos de Jesús, no somos huérfanos de Madre. María nos ha acogido respondiendo a la voluntad de Jesús, su Hijo y Señor. Acojámosla nosotros, como hizo Juan, entre las gracias más hermosas y grandes que Jesús nos ha dado.
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