P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.
Lecturas: Is 61,1-2.10-11; Lc 1; 1Ts 5,16-24; Jn 1,6-8.19-28
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El evangelio de San Juan, igual que los otros, es una proclamación de la divinidad y mesianidad de Jesús a partir de sus hechos y de sus palabras, de modo que el creyente desarrolle su fe y así alcance su unión con Cristo y se salve. El evangelio de Juan, aunque diferente en la selección de los materiales (hechos y palabras), coincide con los sinópticos en su mensaje global: Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre para perdón de nuestros pecados y salvación eterna.
El texto, que hoy ofrece la Iglesia a nuestra reflexión pertenece al comienzo, al primer capítulo. Pero saltando todo lo que se refiere a lo que era Jesús antes de hacerse hombre y al fin para el que vino a este mundo, nos ofrece los primeros pasos de su vida pública: Primero hizo aparición Juan el Bautista, llamando a penitencia y bautizando a los arrepentidos, que se convertían para iniciar una nueva vida. Acudieron muchos. Muchos pensaron que podrían encontrarse ante el Mesías prometido. El fenómeno llamó la atención a las mismas autoridades religiosas. El sanedrín envió una embajada para preguntar a Juan de frente si era o no el Mesías.
El pueblo judío se sentía elegido por Dios, que había bendecido a Abrahán y asegurado una gran descendencia; en el código moral del Deuteronomio se promete a Moisés un profeta semejante a él; a David se le había prometido un descendiente, “cuyo trono permanezca eternamente” (2S 7,16). Unos pensaban en un profeta excepcional antes del Mesías; otros en que sería el mismo Elías, que había sido arrebatado al Cielo y volvería a anunciar al Mesías cercano. Juan podría ser aquel profeta o el mismo Elías o tal vez otro profeta. Ante el fenómeno religioso suscitado por el Bautista los jefes del pueblo no quedan indiferentes. Quieren saber. Envían una embajada, que insiste: ¿Quién eres? Que tenemos que llevar una respuesta.
Juan podía haber respondido que era el profeta, pues Jesús dijo que no había entre los hombres ningún profeta tan grande con Juan (Mt 11,9.11). Podría decir que era Elías, pues Jesús lo diría (ibd. 14; 17,11). Pero contestó dando el más estricto sentido a la pregunta: “No”.
La frase final del evangelio de hoy es interesante: “Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan estaba bautizando”. Este interés por precisar el lugar demuestra el empeño que tiene el evangelista por reflejar exactamente lo que sucedió. El evangelio de Juan es de una enorme fidelidad histórica.
Pero entonces ¿quién es el Bautista? Juan se remite a la profecía de Isaías, que leíamos el domingo pasado: “Yo soy la voz del que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor”. Juan lleva ya un tiempo, tal vez varios meses sin duda un buen número de semanas, predicando. Juan ha bautizado ya a Jesucristo y lo ha reconocido, como aparece un poco más adelante en el mismo evangelio, del que el evangelista es testigo presencial pues entonces ya era discípulo de Juan (Jn 1,31-37). El Bautista insiste en la preparación del camino, en hacer penitencia de los pecados, en convertirse, en la limosna, en no abusar del poder social.
Pero ¿por qué no habla más claro? Porque el común de la gente quiere saber para sacar ventaja, no quiere convertirse. Si acepta convertirse, es porque espera una ventaja. “Yo bautizo con agua; pero en medio de ustedes hay uno que no conocen, que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de su sandalia”. Como ven, en esta frase, que recoge el evangelista, se afirma claramente que la dignidad personal de Jesús supera en mucho a la de Juan Bautista. A la luz del prólogo, que está inmediatamente antes y del resto de este evangelio la correcta interpretación de la expresión se trata de la dignidad divina de la persona de Jesús. Es decir el evangelista manifiesta aquí que Jesús es Dios y que lo es desde el principio de su existencia en la tierra. “Al principio existía el Verbo y el Verbo era Dios. Y el Verbo se hizo carne” (Jn 1,1.14).
El hecho de que tanto este evangelio como el de Marcos (y también Mateo y Lucas) constaten claramente la divinidad de Jesús desde el comienzo, significa dos cosas: 1- Que Jesús era Dios desde el momento primero de su concepción en el seno de María y no que fuera elevado a la dignidad de Dios en un momento posterior (en ese caso no hubiera sido Dios ni en su nacimiento ni en ninguna otra ocasión). 2- Que no se puede comprender quién es Jesús ni participar en los dones maravillosos que nos aporta a los hombres, si no creemos que ese Niño, ese hombre después, es el Hijo natural de Dios (es decir Dios como el Padre, de la misma naturaleza del Padre), como nos propone la fe de la Iglesia y él mismo, “el Hijo único que está en el seno del Padre, nos lo ha contado” (Jn 1,18).
Jesús es más que un profeta, más que Elías, más que Moisés: es Dios, es el Hijo. Y viene para traernos lo propio de Dios: la salvación del pecado y de la muerte. No andemos, hermanos, detrás de las ventajas. No esperemos ni pretendamos un nuevo año ni una navidad materialmente mejores, ni con mejor salud, ni con menos problemas. Esperemos, busquemos, esforcémonos, pidamos a Dios la salida duradera del pecado, la gracia de corregirnos de defectos de carácter que nos apartan de Dios y hacen penosa nuestra relación con los demás (en la familia, el trabajo, la vecindad, el grupo parroquial), la gracia de aumentar nuestra fe de modo que la enfermedad que padecemos, la penuria económica, las críticas y aun maledicencias, cualquier cosa que pudiera entristecernos no lo haga, sino que nos sirva para ofrecer con alegría nuestro dolor por ese Niño, que sufre en su Iglesia, que no tiene casa, pero que es feliz y derrama paz, luz y alegría a los pobres que no buscan ventajas, a los que bastan y buscan “la gracia y la verdad” (Jn 1,14), que fueron, vieron que todo era como les habían anunciado los ángeles, como a nosotros se nos ha anunciado. Hagamos por descubrir al Niño en el pesebre, en brazos de María y José, entre la limpieza de los pañales tejidos con amor, a la luz de Dios, por el camino de la pobreza y austeridad. En la confesión y comunión bien hechas. En el necesitado al que ayudamos. En el enemigo al que perdonamos. En la alegría porque Dios nos ama y hay también hermanos que nos aman. Y glorifiquemos a Dios por todo lo que vemos y oímos, todo conforme a lo que Dios y la Iglesia nos comunican, pues “de su plenitud recibimos una gracia tras otra” (Jn 1,16).
El texto, que hoy ofrece la Iglesia a nuestra reflexión pertenece al comienzo, al primer capítulo. Pero saltando todo lo que se refiere a lo que era Jesús antes de hacerse hombre y al fin para el que vino a este mundo, nos ofrece los primeros pasos de su vida pública: Primero hizo aparición Juan el Bautista, llamando a penitencia y bautizando a los arrepentidos, que se convertían para iniciar una nueva vida. Acudieron muchos. Muchos pensaron que podrían encontrarse ante el Mesías prometido. El fenómeno llamó la atención a las mismas autoridades religiosas. El sanedrín envió una embajada para preguntar a Juan de frente si era o no el Mesías.
El pueblo judío se sentía elegido por Dios, que había bendecido a Abrahán y asegurado una gran descendencia; en el código moral del Deuteronomio se promete a Moisés un profeta semejante a él; a David se le había prometido un descendiente, “cuyo trono permanezca eternamente” (2S 7,16). Unos pensaban en un profeta excepcional antes del Mesías; otros en que sería el mismo Elías, que había sido arrebatado al Cielo y volvería a anunciar al Mesías cercano. Juan podría ser aquel profeta o el mismo Elías o tal vez otro profeta. Ante el fenómeno religioso suscitado por el Bautista los jefes del pueblo no quedan indiferentes. Quieren saber. Envían una embajada, que insiste: ¿Quién eres? Que tenemos que llevar una respuesta.
Juan podía haber respondido que era el profeta, pues Jesús dijo que no había entre los hombres ningún profeta tan grande con Juan (Mt 11,9.11). Podría decir que era Elías, pues Jesús lo diría (ibd. 14; 17,11). Pero contestó dando el más estricto sentido a la pregunta: “No”.
La frase final del evangelio de hoy es interesante: “Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan estaba bautizando”. Este interés por precisar el lugar demuestra el empeño que tiene el evangelista por reflejar exactamente lo que sucedió. El evangelio de Juan es de una enorme fidelidad histórica.
Pero entonces ¿quién es el Bautista? Juan se remite a la profecía de Isaías, que leíamos el domingo pasado: “Yo soy la voz del que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor”. Juan lleva ya un tiempo, tal vez varios meses sin duda un buen número de semanas, predicando. Juan ha bautizado ya a Jesucristo y lo ha reconocido, como aparece un poco más adelante en el mismo evangelio, del que el evangelista es testigo presencial pues entonces ya era discípulo de Juan (Jn 1,31-37). El Bautista insiste en la preparación del camino, en hacer penitencia de los pecados, en convertirse, en la limosna, en no abusar del poder social.
Pero ¿por qué no habla más claro? Porque el común de la gente quiere saber para sacar ventaja, no quiere convertirse. Si acepta convertirse, es porque espera una ventaja. “Yo bautizo con agua; pero en medio de ustedes hay uno que no conocen, que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de su sandalia”. Como ven, en esta frase, que recoge el evangelista, se afirma claramente que la dignidad personal de Jesús supera en mucho a la de Juan Bautista. A la luz del prólogo, que está inmediatamente antes y del resto de este evangelio la correcta interpretación de la expresión se trata de la dignidad divina de la persona de Jesús. Es decir el evangelista manifiesta aquí que Jesús es Dios y que lo es desde el principio de su existencia en la tierra. “Al principio existía el Verbo y el Verbo era Dios. Y el Verbo se hizo carne” (Jn 1,1.14).
El hecho de que tanto este evangelio como el de Marcos (y también Mateo y Lucas) constaten claramente la divinidad de Jesús desde el comienzo, significa dos cosas: 1- Que Jesús era Dios desde el momento primero de su concepción en el seno de María y no que fuera elevado a la dignidad de Dios en un momento posterior (en ese caso no hubiera sido Dios ni en su nacimiento ni en ninguna otra ocasión). 2- Que no se puede comprender quién es Jesús ni participar en los dones maravillosos que nos aporta a los hombres, si no creemos que ese Niño, ese hombre después, es el Hijo natural de Dios (es decir Dios como el Padre, de la misma naturaleza del Padre), como nos propone la fe de la Iglesia y él mismo, “el Hijo único que está en el seno del Padre, nos lo ha contado” (Jn 1,18).
Jesús es más que un profeta, más que Elías, más que Moisés: es Dios, es el Hijo. Y viene para traernos lo propio de Dios: la salvación del pecado y de la muerte. No andemos, hermanos, detrás de las ventajas. No esperemos ni pretendamos un nuevo año ni una navidad materialmente mejores, ni con mejor salud, ni con menos problemas. Esperemos, busquemos, esforcémonos, pidamos a Dios la salida duradera del pecado, la gracia de corregirnos de defectos de carácter que nos apartan de Dios y hacen penosa nuestra relación con los demás (en la familia, el trabajo, la vecindad, el grupo parroquial), la gracia de aumentar nuestra fe de modo que la enfermedad que padecemos, la penuria económica, las críticas y aun maledicencias, cualquier cosa que pudiera entristecernos no lo haga, sino que nos sirva para ofrecer con alegría nuestro dolor por ese Niño, que sufre en su Iglesia, que no tiene casa, pero que es feliz y derrama paz, luz y alegría a los pobres que no buscan ventajas, a los que bastan y buscan “la gracia y la verdad” (Jn 1,14), que fueron, vieron que todo era como les habían anunciado los ángeles, como a nosotros se nos ha anunciado. Hagamos por descubrir al Niño en el pesebre, en brazos de María y José, entre la limpieza de los pañales tejidos con amor, a la luz de Dios, por el camino de la pobreza y austeridad. En la confesión y comunión bien hechas. En el necesitado al que ayudamos. En el enemigo al que perdonamos. En la alegría porque Dios nos ama y hay también hermanos que nos aman. Y glorifiquemos a Dios por todo lo que vemos y oímos, todo conforme a lo que Dios y la Iglesia nos comunican, pues “de su plenitud recibimos una gracia tras otra” (Jn 1,16).
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Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.
P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog
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