P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita.
Cuando Juan, el Bautista, nos presenta en el cuarto evangelio a Jesús de Nazaret lo hace con las palabras “éste es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). ¿De qué pecado se trata? Juan, el precursor, no habla de los pecados de los hombres, sino del pecado del mundo. El así llamado “mundo” viene a ser considerado en el texto evangélico como una fuerza física, como un misterio de iniquidad que impone su estructura del poder, de la injusticia y depredación. “Todo el que comete pecado, comete también iniquidad, porque el pecado es iniquidad” (l Jn 3,4). Por “iniquidad” se designa aquí al estado del mundo envidioso de Dios (estado de “anomia” - desorden). Esta estructura de pecado que se encuentra en principio fuera de nosotros, nos desborda e inunda dada nuestra debilidad e impotencia, y nos hace sentirnos pecadores odiosos más por omisión y por error que por malicia voluntaria. Nos vemos forzados en situaciones no buscadas, a elegir entre males, excusados en parte si acertamos con la elección del “mal menor”, confundida la conciencia personal pues lo elegido ha sido un mal y no un bien. Es bastante triste y doloroso.
Como ya lo indicamos algo más arriba al tratar “por nuestros pecados”, san Pablo manifiesta su perplejidad en su propia vida en medio de este mundo: "Pero yo soy un hombre frágil vendido al poder del pecado y no acabo de comprender mi conducta, pues no bago lo que quiero, sino lo que aborrezco. Aunque si hago lo que aborrezco, estoy reconociendo que la ley (judía) es buena, y que no soy yo quien lo hace, sino la fuerza del pecado que actúa en mí” (Rm 7,14-17).
En su esencia “el pecado del mundo” sería similar a todo pecado, pero con un agravante. Insistimos en el sustrato idolátrico de cualquier pecado. Y su agravante está en su obstinación, en su indiferencia (no apertura) a cualquier manifestación superior a la naturaleza rastrera y cruel de las personas. El mundo se corrompe así una y otra vez por malicia, errores e intereses de poder y dinero. El ser cristiano en su pureza pertenecería de hecho a la clandestinidad, a lo exclusivamente privado. Pareciera a veces que sentimos vergüenza de manifestarnos como cristianos o simplemente creyentes. Vivimos a oscuras en tinieblas y no acertamos a sacar nuestra lámpara a la intemperie e indiferencia de este mundo endurecido que se contempla a sí mismo con hipocresía y juega a ser aparentemente ético. El mundo es mentiroso como el demonio mismo.
Pues bien, así las cosas, deseando con frecuencia y con pasión inconfesable que un fuego abrasador baje y purifique toda esta realidad depresiva, resuenan las palabras muy poco creíbles “éste es el cordero que quita el pecado del mundo”. El verbo “quitar” tiene un significado de “borrar”, de “no tener ya en cuenta”. No se nos va a pedir cuentas de esa situación irremediable. Eso pertenece así al reinado de los hombres en este mundo. “Mi reino no es de aquí” (Jn 18,36). “Os he dicha toda esto, para que podáis encontrar la paz en vuestra unión conmigo. En el mundo encontraréis dificultades y tendréis que sufrir, pero tened ánimo;yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Haciendo lo que realmente pueda, el cristiano vivirá con fe y esperanza, en humildad y verdad. Evitará el complejo de culpa y responsabilidad, el querer hacer lo que no puede hacer. Lo suyo es paz y gozo.
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