P. Adolfo Franco, SJ
DOMINGO XVIII
del Tiempo Ordinario
Lucas 12, 13-21
Uno de entre la gente pidió a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que me dé mi parte de la herencia.» Le contestó: «Amigo, ¿quién me ha nombrado juez o partidor de herencias?» Después dijo a la gente: «Eviten con gran cuidado toda clase de codicia, porque aunque uno lo tenga todo, no son sus posesiones las que le dan vida.»
A continuación les propuso este ejemplo: «Había un hombre rico, al que sus campos le habían producido mucho. Pensaba: ¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mis cosechas. Y se dijo: Haré lo siguiente: echaré abajo mis graneros y construiré otros más grandes; allí amontonaré todo mi trigo, todas mis reservas. Entonces yo conmigo hablaré: Alma mía, tienes aquí muchas cosas guardadas para muchos años: descansa, come, bebe, pásalo bien.» Pero Dios le dijo: “¡Pobre loco! Esta misma noche te van a reclamar tu alma. ¿Quién se quedará con lo que has preparado?”
Esto vale para toda persona que amontona para sí misma en vez de acumular para Dios.»
Palabra del Señor.
Jesús nos enseña que la riqueza no produce la felicidad
Jesús nos da una vez más una severa lección
sobre las riquezas, contándonos una parábola. La del rico que tiene una gran
cosecha y se llena de satisfacción por la enorme acumulación de riquezas, que
ya ni tiene dónde guardarlas.
Jesús utiliza en esta narración varias frases
muy claras y alguna bastante dura: Guárdense de toda avaricia, porque la vida
no queda asegurada por nuestras riquezas. Y al rico lleno de placer por sus
riquezas le dice ¡insensato!.
Las riquezas pueden pervertir al ser humano.
Eso es claro. Por conseguir riquezas hay gente en nuestro mundo que se dedica
al narcotráfico, a la venta de armas, al negocio de la prostitución. Hay gente
que por conseguir dinero se enriquece con los bienes del Estado, gente que
engaña, que estafa, que es capaz de asesinar por obtener dinero. En fin la
diversidad de modalidades de enriquecimiento ilícito son tantas, que no se
puede ni intentar enumerarlas todas. Pero hay que ir más allá en nuestra
reflexión. Un cristiano debe ir más allá, porque se trata en esta enseñanza del
Señor de algo más; es demasiado claro que el dinero obtenido ilícitamente, es
una riqueza malvada que hace perverso al hombre.
¿Pero qué decir de las riquezas obtenidas
lícitamente? En la parábola que cuenta el Señor, el hacendado que es juzgado
tan duramente, no ha obtenido sus riquezas por medios ilícitos; simplemente se
goza de la superabundancia de su cosecha y está pensando en ampliar sus
graneros, y anticipa la buena vida que ahora se podrá dar. ¿Es que la riqueza
en sí misma es mala? La respuesta es clara: la riqueza en sí misma no es mala;
lo malo es su uso. Pero aún así no se resuelve todo el problema de la riqueza.
La riqueza no es mala, pero puede convertirse
en veneno para el corazón humano. Puede hacer avaro a un ser, o lo puede hacer
materialista, sensual, egoísta. La riqueza puede manchar el corazón. La riqueza
es atractiva y seductora y puede acaparar el corazón del hombre; hay que
decirlo: nuestro corazón tiende a dejarse seducir por la riqueza. La riqueza
puede ocupar el corazón humano. Podemos amar las cosas, la abundancia, el lujo,
el despilfarro. Podemos amar las cosas, los objetos, la riqueza, en el
verdadero sentido de la palabra amar. Estas cosas nos producen un atractivo y
pueden seducir nuestro corazón. Y un corazón ocupado por las riquezas, es un
corazón donde Dios no cabe. Desde que Jesús nació en un pesebre nos está
indicando que El no puede nacer en nuestros corazones llenos de riqueza.
Y tampoco es cuestión de cantidad de riquezas;
también el que tiene poco puede permitir que eso poco ocupe su corazón. Por eso
el Señor en las bienaventuranzas nos habla de “pobreza de espíritu”. Es el
corazón, lo que hay que vaciar de toda clase de riqueza, ser completamente libre
y despegado de todas las cosas.
Y para que esta libertad del corazón sea
posible no hay más remedio que emprender el camino del desprendimiento. El
ideal del cristiano con respecto a las riquezas debería ser: no tener en el
corazón ninguna riqueza, ningún deseo material; y fuera del corazón, en la vida
corriente tener sólo lo que Dios quiere que tengamos, dada nuestra naturaleza
humana; esa naturaleza humana tal como está creada por Dios tiene necesidad de
algunas cosas materiales y no es posible dejarlas. Se trataría de tener sólo
eso.
Ese es el ideal cristiano con respecto a las
riquezas. Puede parecer una utopía, o puede parecer una meta que solo es
posible para determinados escogidos, que deciden vivir perpetuamente en el
sacrificio. Y no es así. Jesús en este párrafo dice una frase, que arriba he
repetido: no se tiene asegurada la vida con las riquezas. O sea que hay que
desenganchar esos dos términos que con frecuencia unimos: riqueza y bienestar
de la vida. La calidad de vida no tiene que ver con la riqueza material. Y con
frecuencia la riqueza material más bien obstaculiza la calidad de vida.
Cuando el Señor entra plenamente en la vida, y
le dejamos entrar, nos trae un gran regalo; y es regalo de verdad: el deseo de
la pobreza total. Esa pobreza produce una felicidad diferente de toda otra
aparente felicidad. Es una felicidad que podríamos calificar de sustancial: la
felicidad de la paz, de la libertad de espíritu, y de la intimidad con el
Señor. Porque entonces El encuentra el corazón vacío de toda materialidad y
entra plenamente a ocupar el corazón del que ha hecho esa purificación
interior.
...
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