P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J.
4. Las fiestas del Señor
Además de las dos grandes fiestas de Cristo, que han dado origen a los dos ciclos litúrgicos de Navidad y de Pascua, la liturgia celebra otras solemnidades del Señor, a lo largo del año, que no pueden ser ignoradas en nuestro estudio sobre el Año Litúrgico de la Iglesia. Unas de estas fiestas son celebradas en días determinados y otras son movibles. Analicemos las unas y las otras.
La Presentación del Señor
Fiesta (2 febrero)
Según los evangelios, a los cuarenta días del nacimiento de Jesús, los padres lo llevaron al templo a fin de presentarlo a Dios conforme a la Ley de Moisés, y la Virgen María se purificó con el rito ordenado por el libro del Levítico. El anciano Simeón saludó al Niño Jesús como a “la luz de las naciones”.
Estas palabras del evangelio han hecho que antes de la misa se haya introducido la bendición y la procesión de las candelas, rito lleno todo él de poesía y simbolismo religioso.
Esta fiesta se llama popularmente la fiesta de la Candelaria, y por mucho tiempo tomó el nombre de la Purificación de María. Pero después del Vaticano II ha vuelto a ser una fiesta eminentemente centrada en el Señor para cerrar las solemnidades de la Encarnación. A mi modo de ver
la oración final de la misa nos resume magistralmente el misterio celebrado en este día:
“Por estos sacramentos que hemos recibido, llénanos de tu gracia, Señor, tú que has colmado plenamente la esperanza del justo Simeón; y así como a él no le dejaste morir sin haber tenido en sus brazos a Cristo, concédenos a, nosotros, que caminamos al encuentro del Señor, merecer el premio de la vida eterna”.
La Anunciación del Señor
Solemnidad (25 marzo)
Solemnidad (25 marzo)
Nueve meses antes de Navidad celebramos la Encarnación del Hijo de Dios. Es un día de alegría para la iglesia, “pues ella reconoce que ha tenido su origen en la Encarnación del Unigénito”.
En la liturgia de la misa se nota la repetición gozosa de la confesión de la fe en el “Hijo de la Virgen”, “nuestro Redentor”, que es “Dios y hombre verdadero”.
Y la antífona de la comunión nos recuerda con emoción religiosa el fruto de esta fiesta: El Hijo de la Virgen será “Dios-con-nosotros”.
La Transfiguración del Señor
La fiesta era ya conocida en Oriente en el siglo y. La fiesta de la Transfiguración nos recuerda la del Bautismo del Señor: En las dos recordamos una nube misteriosa, en las dos oímos la voz del Padre; en ésta se añade además la presencia de Moisés y Elias, personificación de la Ley y de los Profetas, que habían anunciado la muerte y la resurrección del Señor.
El misterio de la Transfiguración del Señor nos habla a todos los bautizados de “transformarnos en la imagen del Hijo, cuya gloria se nos ha manifestado hoy”, y nos recuerda que “el resplandor de la divinidad” estuvo siempre presente, aunque oculto, “en el cuerpo del Señor en todo semejante al nuestro”, y alienta a la Iglesia con la esperanza de la resurrección definitiva al revelar en Jesús “la claridad que brillará un día en todo el Cuerpo, que le reconoce como Cabeza suya”.
La Exaltación de la Santa Cruz
La veneración de la Santa Cruz en el 14 de setiembre comenzó en Jerusalén hacia el año 355. La Cruz es para el pueblo cristiano el signo del sacrificio de Cristo y por tanto signo también de la esperanza, que le abre ventanales hacia la vida eterna. Por eso comienza la misa de hoy diciendo:
‘‘Nosotros debemos gloriarnos en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo”.La liturgia nos recuerda hoy las luchas llevadas a cabo entre Cristo y Satanás en el árbol de la Cruz, y de este modo “el que venció en un árbol fue vencido en un árbol por Cristo nuestro Señor".
La esperanza de la Iglesia está en que el sacrificio de la misa es el mismo, “que ofrecido en el ara de la Cruz, quitó el pecado del mundo". Movidos por esta esperanza rogamos al mismo Señor Jesucristo, que lleve “a la gloria de la resurrección a los que ha redimido en el madero salvador de la Cruz”. Y como un eco impresionante llegan hasta nosotros en la antífona de la comunión las palabras proféticas del Señor:
“Cuando yo sea levantado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí”.
La Santísima Trinidad
El domingo después de Pentecostés celebra la Iglesia la solemnidad de la Santísima Trinidad. Ha terminado el ciclo de Pascua, y la liturgia nos pone ante los ojos este misterio de la Trinidad, cuyo conocimiento es el gran fruto religioso de la Muerte y de la Resurrección del Señor. Pues por este misterio Dios nos revela su profundidad más honda y nos invita a penetrar en ella mediante la intimidad diaria, con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo.
En el bautismo fuimos consagrados al culto de las Tres Personas Divinas y fuimos también capacitados para tratar a Dios como a Padre, al Hijo de Dios como a Hermano, y al Espíritu Divino, como a Consolador, Protector y Maestro. De ahí que la antífona de la comunión nos recuerde:
“Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba! (Padre)”.
El Tiempo Ordinario, como veíamos más arriba, nos introduce en la vida cotidiana del cristiano, iluminada' por la Pascua del Señor. Me parece un acierto que al volver a recomenzar el Tiempo Ordinario después de las fiestas pascuales, la liturgia nos recuerde el misterio de la Trinidad, cuya presencia mística en el alma constituye el núcleo central de la existencia cristiana. No nos puede extrañar, que esta misma liturgia ore con humildad al Padre:
“Dios, Padre Todopoderoso, que has enviado al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación para revelar a los hombres tu admirable misterio: concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su unidad todopoderosa”.
El conocer mística y experimentalmente “la gloria de la eterna Trinidad” hace que el cristiano todavía en este mundo sienta en sí la vida eterna, pues el Señor nos ha dicho:
“Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn. 17,3).
Y según el mismo Juan será el Espíritu Santo el que dé testimonio en nuestros corazones de que Jesús es el Hijo de Dios (1 Jn. 5,6).
El Corpus Christi
El jueves después de la Trinidad la Iglesia celebra con solemnidad el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor, cuya institución había conmemorado en la tarde del Jueves Santo.
La fiesta del Corpus brotó en el siglo XIII de la devoción y de la piedad del pueblo cristiano hacia la Presencia del Cuerpo y de la Sangre del Señor en el Sacramento. La Procesión del Corpus fue celebrada en todas partes con gran solemnidad y regocijo del pueblo.
Hoy esta fiesta, que sigue muy de cerca a la de la Trinidad, nos viene a recordar que, para mantener en el trajín diario la “vida eterna”, la intimidad con las Personas Divinas, el 'cristiano necesita un alimento misterioso, a la manera que los judíos necesitaron del maná para no perecer de hambre en su peregrinación por el desierto.
Ese alimento es “el Cuerpo y la Sangre del Señor, signo del banquete del Reino eterno”, que se nos da "en este Sacramento admirable, Memorial de la pasión de Cristo”. El efecto del Sacramento es la paz, la unidad entre los cristianos y la intimidad de cada uno de los fieles con Cristo, que lo llena “del gozo eterno de la divinidad en esta vida mortal”.
Resumiendo todo !o dicho: la antífona de la comunión nos recuerda las palabras de Jesús:
“El que come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él, dice el Señor".
En el viernes que sigue al 2° domingo después de Pentecostés, celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, nacida como es sabido de las apariciones a Santa Margarita María.
La solemnidad del Sagrado Corazón nos viene a señalar el origen de todos los misterios celebrados a lo largo del Año Litúrgico; esta fuente original es el amor de Dios simbolizado en el Corazón Humano de Jesús. Además esta misma fiesta nos exige a todos rendir a Dios por Cristo “un homenaje de amor" y “ofrecerle una cumplida reparación, por la ingratitud constante de los hombres".
El pasaje del evangelio de San Juan sobre el Costado del Señor abierto por la lanza del soldado, recordado en la antífona de la comunión, inspira el prefacio de esta fiesta. En él se alaba a Dios “porque Cristo, Señor nuestro, elevado sobre la cruz, hizo que de su Corazón traspasado
brotaran, con el agua y la sangre, los sacramentos de la Iglesia”.
Y así estos sacramentos, que nacieron del amor, encienden el amor. Y por eso terminamos pidiendo en la última oración de la misa, que el sacramento eucarístico ‘‘encienda en nosotros el fuego de la caridad, que nos mueva a unirnos más a Cristo, y a reconocerlo presente en los hermanos”.
Jesucristo, Rey del Universo
Solemnidad
Solemnidad
En el último domingo del Tiempo Ordinario la liturgia nos presenta una visión grandiosa de Jesucristo, Rey del Universo; la antífona de entrada nos hace contemplar al Rey triunfador de la muerte:
‘‘Digno es el Cordero degollado ere recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza. A él la gloria y el poder por los siglos”.La liturgia de la misa de hoy nos presenta por una parte al Rey y por otra nos recuerda los deberes de sus vasallos.
Cristo es el fundamento de toda la creación pues ‘‘Dios quiso fundar todas las cosas en El”, es además el Redentor “que se ofrece a sí mismo en el altar de la Cruz” y que entregará a su Padre “un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”.
El Pueblo de Dios, conquistado con la sangre del Rey, debe “obedecer los mandatos de Cristo, Rey del Universo” y llevar “a todos los pueblos los bienes de la unidad y de la paz”.
Cristo es, pues, la luz que brilla al final de las rutas de todos los hombres, por eso al terminar la misa pedimos a Dios que “podamos vivir eternamente con El en el Reino del cielo”.
Los días que siguen a la fiesta de Cristo Rey nos recuerdan, a través de las lecturas evangélicas, temas relativos al final de los tiempos. El primer domingo de Adviento vuelve a insistir en el tema. De esta manera el Año Litúrgico de la Iglesia, que forma parte del tiempo terreno, ilumina los ojos de los fieles para que contemplen desde la tierra la ciudad eterna conquistada por Cristo Rey para la suyos.
Cristo Rey
Como es sabido, la solemnidad litúrgica de Cristo Rey fue introducida en el Año Litúrgico por Pío XI el año 1925 con la Encíclica Quas Primas y mandó celebrarla en el último domingo de octubre, cuando está para finalizar el Año Litúrgico, con el fin de que "los misterios de la vida de Cristo, conmemorados en el curso del año, terminen y reciban coronamiento en esta solemnidad de Cristo Rey, y se celebre y exalte ante todo la gloria de Aquel que triunfa en todos los santos y en todos los elegidos" (Quas Primas, 23)
En este documento del Papa Pío XI hallamos unas enseñanzas llenas de interés pastoral sobre la relación entre el Año Litúrgico y la Religiosidad Popular Católica, con las que deseamos finalizar eta serie.
En su encíclica Pío XI, después de hablar en torno a los fundamentos teológicos de la realeza de Cristo, nos expone los motivos que él tiene para establecer una nueva fiesta de Cristo. Para ello nos recuerda con argumentos tomados de la historia que las fiestas anuales de los misterios de Cristo son los métodos más prácticos para instruir al pueblo en la fe; más aún, él afirma que estas fiestas son medios pastorales más eficaces que los documentos del Magisterio Eclesiástico. Porque los documentos sólo llegan a un pequeño grupo de fieles instruidos, mientras que las fiestas conmueven y enseñan a todos los fieles; aquello hablan una sola vez, las fiestas todos los años; los documentos se dirigen sólo a la mente, las fiestas hablan a la mente y al corazón, es decir, a todo el ser humano. El Pontífice termina la apología de las fiestas del Año Litúrgico con estas palabras: "Al ser el hombre compuesto de alma y de cuerpo, es preciso que sea conmovido por las solemnidades exteriores de modo que, a través de la variedad y de los ritos sagrados, reciben el ánimo las enseñanzas divinas y, convirtiéndolas en carne y sangre, haga de modo que sirva para el progreso de su vida espiritual" (Quas Primas, 15)
Como vemos, para Pío XI las fiestas litúrgicas instruyen a los católicos por medio de los símbolos, los cuales, al ser el lenguaje religioso popular por excelencia graban las enseñanzas divinas en lo más hondo del corazón, las amasan con la carne y sangre del ser humano y las convierten en alimento de vida cristiana para los fieles. Difícilmente hallaremos expresiones que describan con más realismo el poder evangelizador del Año Litúrgico para con las masas populares católicas.
Estas palabras luminosas del Papa Pío XI tal vez puedan servirnos hoy a nosotros, que deseamos evangelizar la religión del pueblo "siempre y de nuevo" y buscamos un diálogo a partir de los últimos eslabones dejados por los evangelizadores de antaño "en el corazón de nuestro pueblo" (Puebla 457) pero que no sabemos por donde empezar.
A mi modo de ver, la celebración consciente y activa del Año Litúrgico en nuestra parroquia será siempre uno de los medios pastorales más privilegiados, para ir consiguiendo, poco a poco, que la piedad popular de nuestros fieles sea purificada, completada y dinamizada por el Evangelio y para empalmar vitalmente con la evangelización de misioneros de tiempos pasados.
AMDG
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Bibliografía: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón S.J. Año Litúrgico y Piedad Popular Católica. Lima, 1982
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