Historia de la Salvación: 30° Parte - Cristo: La redención del pecado



P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

4. EL MISTERIO DE CRISTO
4.1. LA REDENCIÓN DEL PECADO EN SU REALIZACIÓN HISTÓRICA

Una vez que hemos intentado explicar la autenticidad de los Evangelios y por lo tanto el mensaje verídico que contienen pasamos a explicar la Vida y la Obra de Jesucristo.

Comenzamos con una palabra clave en la Historia de la Salvación: “La plenitud de los tiempos”, estas palabras significan el tiempo elegido por Dios Padre para comunicarnos y revelarnos la Salvación por medio de su Hijo Jesucristo: “en el cual (Cristo) se encuentran escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de  la ciencia”, nos dice S. Pablo en Col 2,3. Por ello vamos a ver este paso tan importante de  nuestra fe con máximo interés.

“Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad, Efes 1, 9, por medio de Cristo, su Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, puede los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina, Efes, 2,18; 2 Petr 1, 4.” Concilio Vaticano II, Const. “Dei Verbum” Nº 2.

“Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas: “Ahora en esta época nos ha hablado por el Hijo” Hebr 1, 1-3. Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios, Jn 1, 1-18. Jesucristo, Palabra hecha carne “hombre enviado a los hombres”, habla las palabras de Dios, Jn 3, 34, y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó, Jn 5, 36; 17,4. Quien ve a Jesucristo ve al Padre, Jn 14, 9. Jesucristo con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna”. Const. “Dei Verbum” Nº 4.

4.1.1. La Plenitud de los Tiempos. La Buena Nueva: Dios ha enviado a su Hijo

«Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gal 4, 4-5). He aquí «la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1, 1): Dios ha visitado a su pueblo, ha cumplido las promesas hechas a Abraham y a su descendencia; lo ha hecho más allá de toda expectativa: El ha enviado a su «Hijo amado» (Mc 1, 11).

Nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío de una hija de Israel, en Belén en el tiempo del rey Herodes el Grande y del emperador César Augusto; de oficio carpintero, muerto crucificado en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el reinado del emperador Tiberio, es el Hijo eterno de Dios hecho hombre, que ha «salido de Dios» (Jn 13, 3), «bajó del cielo» (Jn 3, 13; 6, 33), «ha venido en carne» (1 Jn 4, 2), porque «la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad... Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia» (Jn 1, 14. 16).
Movidos por la gracia del Espíritu Santo y atraídos por el Padre nosotros creemos y confesamos a propósito de Jesús: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Sobre la roca de esta fe, confesada por S. Pedro, Cristo ha construido su Iglesia.

4.1.2. “Anunciar... la inescrutable riqueza de Cristo” (Ef 3, 8)

La transmisión de la fe cristiana es ante todo el anuncio de Jesucristo para llevar a la fe en El. Desde el principio, los primeros discípulos ardieron en deseos de anunciar a Cristo: «No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hech 4, 20). Y ellos mismos invitan a los hombres de todos los tiempos a entrar en la alegría de su comunión con Cristo.

4.1.3. En el centro del Evangelio: Cristo

«En el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret, Unigénito del Padre, que ha sufrido y ha muerto por nosotros y que ahora, resucitado, vive para siempre con nosotros. Evangelizar es descubrir en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios. Se trata de procurar comprender el significado de los gestos y de las palabras de Cristo, los signos realizados por El mismo». El fin de la catequesis: «conducir a la comunión con Jesucristo: sólo El puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad». 
«En la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios y todo lo demás en referencia a El; el único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca. Todo catequista debería poder aplicarse a sí mismo la misteriosa palabra de Jesús: "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn 7, 16)»

El que está llamado a «enseñar a Cristo» debe por tanto, ante todo, buscar esta «ganancia sublime que es el conocimiento de Cristo»; es necesario «aceptar perder todas las cosas... para ganar a Cristo, y ser hallado en él» y «conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 8-11).

De este conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de «evangelizar», y de llevar a otros al «sí» de la fe en Jesucristo. Y al mismo tiempo se hace sentir la necesidad de conocer siempre mejor esta fe. Con este fin, siguiendo el orden del Símbolo de la fe, presentaremos en primer lugar los principales títulos de Jesús: Cristo, Hijo de Dios, Señor.

4.1.3.1. JESÚS
Jesús quiere decir en hebreo: «Dios salva». En el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión. Ya que «¿quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?» (Mc 2, 7); es El quien, en Jesús, su Hijo eterno hecho hombre «salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). En Jesús, Dios recapitula así toda la historia de la salvación en favor de los hombres.
El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo hecho hombre para la redención universal y definitiva de los pecados. El es el Nombre divino, el único que trae la salvación y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación  de tal forma que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12).
La Resurrección de Jesús glorifica el nombre de Dios Salvador porque de ahora en adelante, el Nombre de Jesús es el que manifiesta en plenitud el poder soberano del «Nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2, 9). Los espíritus malignos temen su Nombre  y en su nombre los discípulos de Jesús hacen milagros porque todo lo que piden al Padre en su Nombre, él se lo concede.

4.1.3.2. CRISTO
Cristo viene de la traducción griega del término hebreo «Mesías» que quiere decir «ungido», o, “consagrado”, traducido al latín: “Christus”, al castellano: Cristo. No pasa a ser nombre propio de Jesús sino porque El cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. Jesucristo es una palabra  que está compuesta de dos nombres: Jesús = el que salva, el Salvador; y Cristo = el Ungido, o, consagrado de Dios, es decir = El Ungido de Dios que salva.
En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de El. Este era el caso de los reyes, de los sacerdotes y, excepcionalmente, de los profetas.
Este debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino. El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor a la vez como rey y sacerdote, pero también como profeta. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey.
Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre. Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad trascendente del Hijo del Hombre «que ha bajado del cielo» (Jn 3, 13), a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28).
Por esta razón el verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz. Solamente después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el pueblo de Dios: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hech 2, 36).

4.1.3.3. HIJO ÚNICO DE DIOS
Hijo de Dios, en el Antiguo Testamento, es un título dado a los ángeles, al pueblo elegido, a los hijos de Israel y a sus reyes. Significa entonces una filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular. Cuando el Rey - Mesías prometido es llamado «hijo de Dios», no implica necesariamente, según el sentido literal de esos textos, que sea más que humano. Los que designaron así a Jesús en cuanto Mesías de Israel, quizá no quisieron decir nada más.
No ocurre así con Pedro cuando confiesa a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16), porque Este le responde con solemnidad «no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17).
Paralelamente Pablo dirá a propósito de su conversión en el camino de Damasco: «Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles...» (Gal 1, 15-16). «Y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios» (Hch 9, 20). Este será, desde el principio, el centro de la fe apostólica profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia
Si Pedro pudo reconocer el carácter trascendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque éste lo dejó entender claramente: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”, Mt 16, 17. Ante el Sanedrín, a la pregunta de sus acusadores: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?», Jesús ha respondido: «Vosotros lo decís: yo soy» (Lc 22, 70).
Ya mucho antes, El se designó como el «Hijo» que conoce al Padre, que es distinto de los «siervos» que Dios envió antes a su pueblo, superior a los propios ángeles. Distinguió su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás «nuestro Padre», salvo para ordenarles «vosotros, pues, orad así: Padre Nuestro» (Mt 6, 9); y subrayó esta distinción: «Mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17).
Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el bautismo y la transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado». Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Único de Dios» (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna. Pide la fe en «el Nombre del Hijo Único de Dios» (Jn 3, 18).
Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39), porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios».
Después de su Resurrección, su filiación divina aparece en el poder de su humanidad glorificada: «Constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su Resurrección de entre los muertos» (Rm 1, 4). Los apóstoles podrán confesar «Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14).

4.1.3.4. SEÑOR
En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés.  YHWH, es traducido al griego por “Kyrios”, «Señor». Señor se convierte desde entonces en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel.
El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título «Señor» para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios.
El mismo Jesús se atribuye de forma velada este título cuando discute con los fariseos sobre el sentido del Salmo 109, pero también de manera explícita al dirigirse a sus apóstoles. A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía divina.
Con mucha frecuencia, en los evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole «Señor». Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de El socorro y curación. Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino Jesús.
En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: «¡Es el Señor!» (Jn 21, 7).
La oración cristiana está marcada por el título «Señor», ya sea en la invitación a la oración «el Señor esté con vosotros», o en su conclusión «por Jesucristo nuestro Señor» o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: «Marana tha» «¡el Señor viene!”, o «Marana tha», «¡Ven, Señor!», (1 Cor 16, 22): «¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!» (Apoc 22, 20).


A continuación los principales misterios de la vida de Cristo: los de su encarnación, los de su Pascua, es decir, pasión – muerte y resurrección,  y por último, los de su glorificación.

4.1.3.5. EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN
A. El Hijo de Dios se hizo hombre. Por qué el Padre envía al Verbo de Dios 
Con el Credo Niceno-Constantinopolitano respondemos confesando a Cristo: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre». El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: «Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 1O).» El Padre envió a su Hijo para “ser salvador del mundo» (1 Jn 4, 14). «El se manifestó para quitar los pecados» (1 Jn 3, 5):
El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4, 9). «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).
El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí...» (Mt 11, 29). «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: «Escuchadle» (Mc 9, 7) (72). El es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo.
El Verbo se encarnó para hacernos «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1, 4): «Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios». «Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios». «El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres».

B. La Encarnación
Volviendo a tomar la frase de S. Juan, «El Verbo se encarnó”: Jn 1, 14, la Iglesia llama «Encarnación» al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación. En un himno citado por S. Pablo, la Iglesia canta el misterio de la Encarnación:
“Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz “, (Flp 2, 5-8).
La carta a los Hebreos habla del mismo misterio: Por eso, al entrar en este mundo, [Cristo] dice: “No quisiste sacrificio y oblación; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad!”.
La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: «Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios» (1 Jn 4, 2). Esa es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta «el gran misterio de la piedad»: «El ha sido manifestado en la carne» (1 Tm 3, 16).

C. Verdadero Dios y verdadero hombre
El acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. El se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que  la falseaban.

D. Nacido de la Virgen María. Concebido por obra y gracia del Espíritu Santo
La anunciación a María inaugura “la plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4), es decir, el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en quien habitará «corporalmente la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9). La respuesta divina a su «¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lc 1, 35).
La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo. El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina, él que es «el Señor que da la vida», haciendo que ella conciba al Hijo eterno del Padre en una humanidad tomada de la suya.
El Hijo único del Padre, al ser concebido como hombre en el seno de la Virgen María, es «Cristo», es decir, el ungido por el Espíritu Santo, desde el principio de su existencia humana, aunque su manifestación no tuviera lugar sino progresivamente: a los pastores, a los magos, a Juan Bautista, a los discípulos. Por tanto, toda la vida de Jesucristo manifestará «cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder» (Hch 10, 38).

E. La predestinación de María. La Inmaculada Concepción
«Dios envió a su Hijo» (Gal 4, 4), pero para «formarle un cuerpo», quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a «una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María» (Lc l, 26-27).
Dios Padre, en su infinita sabiduría y misericordia, preparó una digna morada para su Hijo. María para ser la Madre del Salvador, fue «dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante» y  Dios la preservó del Pecado Original, es decir, María fue concebida en el seno de su madre sin pecado original; de esta manera estaba preparada para concebir en su seno al Verbo divino sin mancha de pecado.
De ahí el nombre de “Inmaculada”.  In = no; mácula = mancha. Inmaculada = sin mancha. El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como «llena de gracia» (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios y limpia de todo pecado.
Esta «resplandeciente santidad del todo singular» de la que ella fue «enriquecida desde el primer instante de su concepción», le viene toda entera de Cristo: ella es «redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» .
El Padre la ha «bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. El la ha «elegido en él, antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor» (Ef 1, 4).

F. «Hágase en mí según tu palabra..». La maternidad divina de María
Al anuncio de que ella dará a luz al «Hijo del Altísimo» sin conocer varón, por la virtud del Espíritu Santo. María respondió por «la obediencia de la fe» (Rm 1, 5), segura de que «nada hay imposible para Dios»: «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 37-38).
Así dando su consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y, aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo, para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención.
Llamada en los evangelios «la Madre de Jesús» (Jn 2, 1; 19, 25), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como «la madre de mi Señor» desde antes del nacimiento de su hijo. En efecto, aquel que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios.

G. La virginidad de María. María, la «siempre Virgen»
Desde las primeras formulaciones de la fe, la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso: Jesús fue concebido, esto es, sin semilla de varón, por obra del Espíritu Santo.
Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra: Los relatos evangélicos presentan la concepción virginal como una obra divina que sobrepasa toda comprensión y toda posibilidad humanas, «Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo», dice el ángel a José a propósito de María, su desposada (Mt 1, 20). La Iglesia ve en ello el cumplimiento de la promesa divina hecha por el profeta Isaías: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo».
La profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado a la Iglesia a confesar la virginidad real y perpetua de María incluso en el parto del Hijo de Dios hecho hombre. En efecto, el nacimiento de Cristo «lejos de disminuir consagró la integridad virginal» de su madre. La liturgia de la Iglesia celebra a María como la «siempre - virgen».
Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende a todos los hombres, a los cuales El vino a salvar: «Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos (Rm 8, 29), es decir, de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre».

H. La maternidad virginal de María en el designio de Dios
La mirada de la fe, unida al conjunto de la Revelación, puede descubrir las razones misteriosas por las que Dios, en su designio salvífico, quiso que su Hijo naciera de una virgen. Estas razones se refieren tanto a la persona y a la misión redentora de Cristo como a la aceptación por María de esta misión para con los hombres.
Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María porque él es el Nuevo Adán, que inaugura la nueva creación: «El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo viene del cielo» (1 Cor 15, 47). La humanidad de Cristo, desde su concepción, está llena del Espíritu Santo porque Dios «le da el Espíritu sin medida» (Jn 3, 34). De «su plenitud», cabeza de la humanidad redimida  «hemos recibido todos gracia por gracia» (Jn 1, 16).
Jesús, el nuevo Adán, inaugura por su concepción virginal el nuevo nacimiento de los hijos de adopción en el Espíritu Santo por la fe. «¿Cómo será eso?» (Lc 1, 34). La participación en la vida divina no nace «de la sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios» (Jn 1, 13).
La acogida de esta vida es virginal porque toda ella es dada al hombre por el Espíritu. El sentido esponsal de la vocación humana con relación a Dios se lleva a cabo perfectamente en la maternidad virginal de María.
María es virgen porque su virginidad es el signo de su fe «no adulterada por duda alguna» y de su entrega total a la voluntad de Dios. Su fe es la que le hace llegar a ser la madre del Salvador: «Más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo».
María es a la vez virgen y madre porque ella es la figura y la más perfecta realización de la Iglesia: «La Iglesia se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. También La Virgen María «colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres». Ella pronunció su “fiat”, «ocupando el lugar de toda la naturaleza humana». Por su obediencia, ella se convirtió en la nueva Eva, madre de los vivientes. ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo».

4.1.3.6. LOS MISTERIOS DE LA VIDA DE CRISTO

A. Nuestra comunión en los Misterios de Jesús
Toda la riqueza de Cristo «es para todo hombre y constituye el bien de cada uno». Cristo no vivió su vida para sí mismo, sino para nosotros, desde su Encarnación «por nosotros los hombres y por nuestra salvación» hasta su muerte «por nuestros pecados» (1 Cor 15, 3) y en su Resurrección para nuestra justificación (Rom 4, 25). Todavía ahora, es «nuestro abogado cerca del Padre» (1 Jn 2, l), «estando siempre vivo para interceder en nuestro favor» (Hebr 7, 25).
Con todo lo que vivió y sufrió por nosotros de una vez por todas, permanece presente para siempre «ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Hb 9, 24). Toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo: El es el «hombre perfecto» que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anonadamiento, nos ha dado un ejemplo que imitar; con su oración atrae a la oración; con su pobreza, llama a aceptar libremente la privación y las persecuciones.
Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en El y que El lo viva en nosotros. «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre». Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con El; nos hace comulgar en cuanto miembros de su Cuerpo en lo que El vivió en su carne por nosotros y como modelo nuestro:

B. Los misterios de la infancia  y de la vida oculta de Jesús.  Los preparativos
La venida del Hijo de Dios a la tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos. Ritos y sacrificios, figuras y símbolos de la «Primera Alianza» (Hb 9, 15), todo lo hace converger hacia Cristo; anuncia esta venida por boca de los profetas que se suceden en Israel. Además, despierta en el corazón de los paganos una espera, aún confusa, de esta venida.
S. Juan Bautista es el precursor inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino. «Profeta del Altísimo» (Lc 1, 76), sobrepasa a todos los profetas, de los que es el último, e inaugura el Evangelio, desde el seno de su madre saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser «el amigo del esposo» (Jn 3, 29) a quien señala como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29). Precediendo a Jesús «con el espíritu y el poder de Elías» (Lc 1, 17), da testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio.

C. El Misterio de Navidad
Jesús eligió la pobreza: nació en la humildad de un establo, en la soledad y el silencio de la noche, de una familia pobre; unos sencillos pastores son los primeros testigos del acontecimiento.  “Se hizo pobre para que nosotros fuéramos rico con su pobreza”, dice S. Pablo. En esta pobreza se manifiesta la gloria del cielo.

D. Los Misterios de la infancia de Jesús
La Circuncisión de Jesús, al octavo día de su nacimiento, es señal de su inserción en la descendencia de Abraham, en el pueblo de la Alianza, de su sometimiento a la Ley y de su consagración al culto de Israel en el que participará durante toda su vida. Este signo prefigura «la circuncisión en Cristo» que es el Bautismo.
La Epifanía es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del mundo. Con el bautismo de Jesús en el Jordán y las bodas de Caná, la Epifanía celebra la adoración de Jesús por unos «Magos, o Sabios» venidos de Oriente. En estos «Magos», representantes de religiones paganas de pueblos vecinos, el Evangelio ve las primicias de las naciones que acogen, por la Encarnación, la Buena Nueva de la salvación.
La llegada de los Magos a Jerusalén para «rendir homenaje al rey de los judíos» (Mt 2, 2) muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David, al que será el rey de las naciones.
Su venida significa que los gentiles no pueden descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo sino volviéndose hacia los judíos y recibiendo de ellos su promesa mesiánica tal como está contenida en el Antiguo Testamento. La Epifanía manifiesta que «la multitud de los gentiles entra en la familia de los patriarcas» y adquiere la dignidad israelítica.
La Presentación de Jesús en el Templo lo muestra como el Primogénito que pertenece al Señor. Con Simeón y Ana, toda la expectación de Israel es la que viene al Encuentro de su Salvador. Jesús es reconocido como el Mesías tan esperado, «luz de las naciones» y «gloria de Israel», pero también «signo de contradicción». La espada de dolor predicha a María anuncia otra oblación, perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación que Dios ha preparado «ante todos los pueblos».
La Huida a Egipto y la matanza de los inocentes manifiestan la oposición de las tinieblas a la luz: «Vino a su Casa, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11). Toda la vida de Cristo estará bajo el signo de la persecución. Los suyos la comparten con él. Su vuelta de Egipto recuerda el éxodo y presenta a Jesús como el liberador definitivo.

E. Los Misterios de la vida oculta de Jesús
Jesús compartió, durante la mayor parte de su vida, la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios, vida en la comunidad. De todo este período se nos dice que Jesús estaba «sometido» a sus padres y que «progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2, 51-52)
Con la sumisión a su madre, y a su padre legal, Jesús cumple con perfección el cuarto mandamiento. Es la imagen temporal de su obediencia filial a su Padre celestial. La sumisión cotidiana de Jesús a José y a María anunciaba y anticipaba la sumisión del Jueves Santo: «No se haga mi voluntad...» (Lc 22, 42).   La obediencia de Cristo en lo cotidiano de la vida oculta inauguraba ya la obra de restauración de lo que la desobediencia de Adán había destruido.
La vida oculta de Nazaret permite a todos entrar en comunión con Jesús a través de los caminos más ordinarios de la vida humana. Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio.
Su primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario para nosotros.
Se nos ofrece además una lección de vida familiar: que Nazaret nos enseña el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable.
Finalmente, aquí aprendemos también la lección del trabajo. José era de oficio “tekton” = artesano, este oficio le enseñó a Jesús. En Nazaret, estaba la casa del «Hijo del artesano»: cómo deseamos comprender más en este lugar la austera pero redentora ley del trabajo humano y exaltarla debidamente.
En la vida oculta de Jesús en Nazaret el único hecho relevante es la pérdida de Jesús en el Templo y su hallazgo después de tres días. Es el único suceso que rompe el silencio de los Evangelios sobre los años ocultos de Jesús.
Jesús deja entrever en ello el misterio de su consagración total a una misión derivada de su filiación divina: «¿No sabíais que me debo a los asuntos de mi Padre?» María y José «no comprendieron» esta palabra, pero la acogieron en la fe. “Bajó con ellos, vino a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su Madre, conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón», “Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”, Lc 2, 51-52.


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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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