PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 30 de noviembre de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con la catequesis de hoy concluimos el ciclo dedicado a la misericordia. Aunque las catequesis terminan, ¡la misericordia debe continuar! Damos las gracias al Señor por todo esto y conservémoslo en el corazón como consolación y conforto.
La última obra de misericordia espiritual pide rogar a Dios por los vivos y por los difuntos. A esta podemos unir también la última obra de misericordia corporal que invita a sepultar a los muertos. Esta última puede parecer una petición extraña; en cambio, en algunas zonas del mundo que viven bajo el flagelo de la guerra, con bombardeos que día y noche siembran miedo y víctimas inocentes, esta obra es tristemente actual. La Biblia tiene un hermoso ejemplo al respecto: el del viejo Tobías, quien, aun arriesgando su propia vida, sepultaba a los muertos no obstante la prohibición del rey (Cf. Tob 1, 17-19; 2, 2-4). También hoy hay quien arriesga la vida para dar sepultura a las pobres víctimas de las guerras. Por lo tanto, esta obra de misericordia corporal no es lejana de nuestra existencia cotidiana. Y nos hace pensar a lo que sucede el Viernes Santo, cuando la Virgen María, con Juan y algunas mujeres estaban ante la cruz de Jesús. Después de su muerte, fue José de Arimatea, un hombre rico, miembro del Sanedrín pero convertido en discípulo de Jesús, y ofreció para él su sepulcro nuevo, excavado en la roca. Fue personalmente donde Pilatos y pidió el cuerpo de Jesús: una verdadera obra de misericordia hecha con gran valor (Cf. Mt 27, 57-60). Para los cristianos, la sepultura es un acto de piedad, pero también un acto de gran fe. Depositamos en la tumba el cuerpo de nuestros seres queridos, con la esperanza de su resurrección (Cf. 1 Cor 15, 1-34). Este es un rito que perdura muy fuerte y sentido en nuestro pueblo, y que encuentra una resonancia especial este mes de noviembre dedicado, en particular, al recuerdo y a la oración por los difuntos.
Rogar por los difuntos es, sobre todo, una muestra de agradecimiento por el testimonio que han dejado y el bien que han hecho. Es un agradecimiento al Señor por habérnoslos donado y por su amor y su amistad. La Iglesia ruega por los difuntos de manera particular durante la Santa Misa. Dice el sacerdote: «Acuérdate, Señor, de tus hijos, que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz» (Canon romano). Un recuerdo simple, eficaz, lleno de significado, porque encomienda a nuestros seres queridos a la misericordia de Dios. Oremos con esperanza cristiana para que estén con Él en el paraíso, en la espera de encontrarnos juntos en ese misterio de amor que no comprendemos, pero que sabemos que es verdadero porque es una promesa que Jesús hizo. Todos resucitaremos y todos permaneceremos por siempre con Jesús, con Él.
El recuerdo de los fieles difuntos no debe hacernos olvidar también rezar por los vivos, que junto a nosotros se enfrentan las pruebas de la vida cada día. La necesidad de esta oración es todavía más evidente si la enfocamos desde la profesión de fe que dice: «Creo en la comunión de los santos». Es el misterio que expresa la belleza de la misericordia que Jesús nos ha revelado. La comunión de los santos, precisamente, indica que todos estamos inmersos en la vida de Dios y vivimos en su amor. Todos, vivos y difuntos, estamos en la comunión, es decir, como una unión; unidos en la comunidad de cuantos han recibido el Bautismo, y de los que se han nutrido del Cuerpo de Cristo y forman parte de la gran familia de Dios. Todos somos de la misma familia, unidos. Y por eso rezamos los unos por los otros.
¡Cuántos maneras distintas hay para rezar por nuestro prójimo! Son todas válidas y aceptadas por Dios si se hacen con el corazón. Pienso en particular en las mamás y en los papás que bendicen a sus hijos por la mañana y por la noche. Todavía existe esa costumbre en algunas familias: bendecir al hijo es una oración; pienso en la oración por las personas enfermas, cuando vamos a verles y rezamos por ellos; en la intercesión silenciosa, a veces con lágrimas, en tantas situaciones difíciles por las que rezar. Ayer vino a Misa en Santa Marta un buen hombre, un empresario. Ese hombre joven tiene que cerrar su fábrica porque no puede y lloraba diciendo: «no soy capaz dejar sin trabajo a más de 50 familias. Podría declarar la bancarrota de la empresa: me voy a casa con mi dinero, pero mi corazón llorará toda la vida por estas 50 familias». Este es un buen cristiano que reza con las obras: vino a misa para rezar para que el Señor les dé una salida, no solo para él, sino para las 50 familias. Este es un hombre que sabe rezar, con el corazón y con los hechos, sabe rezar por el prójimo. Está en una situación difícil. Y no busca la salida más fácil: «que se las apañen». Este es un cristiano. ¡Me ha hecho mucho bien escucharle! Y quizás hay muchos así, hoy, en este momento en el cual tanta gente sufre por la falta de trabajo; pienso también en el agradecimiento por una bonita noticia que se refiere a un amigo, a un pariente, a un compañero…: «¡Gracias, Señor, por esta cosa bonita!, eso también es rezar por los demás. Dar las gracias al Señor cuando las cosas son bonitas. A veces, como dice San Pablo, «no sabemos rezar como es debido; pero es el Espíritu que intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8, 26). Es el Espíritu que reza dentro de nosotros.
Abramos, entonces, nuestro corazón, de manera que el Espíritu Santo, escrutando los deseos que están en lo más profundo, los pueda purificar y conseguir que se realicen. De todos modos, por nosotros y por los demás, siempre pidamos que se haga la voluntad de Dios, como en el Padre Nuestro, porque su voluntad es seguramente el bien más grande, el bien de un Padre que no nos abandona nunca: rezar y dejar que el Espíritu Santo rece por nosotros. Y esto es bonito en la vida: reza agradeciendo, alabando a Dios, pidiendo algo, llorando cuando hay alguna dificultad, como la de ese hombre. Pero que el corazón esté siempre abierto al Espíritu para que rece en nosotros, con nosotros y por nosotros.
Concluyendo estas catequesis sobre la misericordia, esforcémonos en rezar los unos por los otros para que las obras de misericordia corporales y espirituales se conviertan cada vez más en el estilo de nuestra vida. Las catequesis, como he dicho al principio, terminan aquí. Hemos hecho el recorrido de las 14 obras de misericordia, pero la misericordia continua y debemos ejercerla a través de estos 14 modos.
Gracias.
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