P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Is 35,1-6.10; S.145; San 5,7-10; Mt 11,2-11
Les anuncio un gran gozo
(Lc 2,10)
Al participar en la misa de hoy, nos habremos dado cuenta que la Iglesia hoy trata de suscitar en nuestros espíritus sentimientos de alegría muy intensa para vivir cristianamente la Navidad que se acerca: “Estén siempre alegres en el Señor. Se lo repito: estén alegres”. En la oración colecta (así se llama) se designa a la Navidad como “fiesta de gozo y salvación” y se pide a Dios la gracia de “poder celebrarla con alegría desbordante”. Se nos ha releído la profecía de Isaías que, oteando desde siglos esta venida, predice que hasta el desierto y el yermo se alegrarán, porque verán la gloria y la belleza de Dios, porque los ciegos verán, los sordos oirán, los mudos hablarán, se acabará la pena y la aflicción. Lo mismo hemos cantado en el salmo. Y en la misma carta del apóstol Santiago, de tono severo en general, la Iglesia ha descubierto como actitud a imitar la alegría y esperanza del labrador esperando abundante cosecha tras el arduo trabajo. Por fin en el texto del evangelio se elige lo que viene a ser un canto de alabanzas a Juan el Bautista, “más que profeta” y cuya llegada como anunciador del Mesías, que era él, Jesús, había sido predicha. Todo ello se estaba cumpliendo y ahora todo culminaba en el Reino de los Cielos presente ya con la fantástica gracia de hacernos, a los que creyéramos, hijos de Dios, como él, como Jesús. Porque el más pequeño de los que creyeren y acogieren su mensaje es más grande que Juan, aquel gran profeta y más que profeta.
Como vemos, son muchas las razones, es grande la insistencia. Hay en todo esto un mensaje bien claro: Vivir la Navidad desde la fe es vivirla con alegría y, más todavía, con alegría desbordante. Una alegría que brota del misterio mismo, del don que se nos ha dado con la primera Navidad y que se sigue renovando. Porque “un niño nos ha nacido y un hijo se nos ha dado” (Is 9,6). Porque “donde abundó el pecado”, y por mucho que siga abundando, sobreabundó y sigue sobreabundando la gracia” (Ro 5,20)
Todo hombre busca la felicidad, porque está hecho para ella, y cuando la encuentra, aunque sea en un grado pequeño, se llena de alegría. Feliz es el hombre cuando logra satisfacer sus aspiraciones. Dos son las aspiraciones fundamentales del hombre: la verdad, toda la verdad, y el amor, un amor infinito que nunca se cansa ni sacia de amar y de ser amado. Esto no lo puede encontrar el hombre sino en Dios. Por eso dice la revelación que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, lo cual significa que el hombre necesita de la relación interpersonal con Dios, de conocerle y amarle y ser amado personalmente por Él. Fue el pecado, cuando Adán y Eva quisieron ser como Dios, haciendo que bueno y malo fuera lo que a ellos les daba la gana, lo que rompió el lazo del amor con Dios. Pero por el gran amor con que nos amaba, en su gran debilidad por el hombre, Dios envió a su Hijo para que, haciéndose hombre, pudiera el hombre pagar por su pecado y, recuperando la posibilidad de conocer y amar a su Dios, reencontrara la felicidad, la verdad, el amor y la salvación. Esta es la razón de la alegría de la Navidad y debe ser su fuente. Este es el nuevo y definitivo comienzo de la historia y la razón de nuestra alegría: que Dios ha venido y forma parte del género humano, que ha pagado de sobra por nuestros pecados, que nos une a él con el bautismo, haciéndonos hijos verdaderos de Dios con la vida de la gracia, que nos da su Espíritu y así creemos, esperamos y amamos y amaremos por toda la eternidad.
El cristiano que vive su fe es necesariamente una persona alegre. Un jesuita convertido del Islám escribe que fue profundamente tocado en su corazón en su primer contacto con el catolicismo. “Se hablaba —dice— de un Dios amigo, hermano, que se da de comer y beber, un Dios que, hecho hombre, se pone a caminar con los hombres”.
Éste es nuestro Dios, con Él nos reunimos cada domingo a su mesa, escuchando su palabra, alimentando nuestra vida con su cuerpo y su sangre, con la luz y la fuerza, que nos comunica su Espíritu, llevamos con alegría y esperanza nuestras cruces vivimos con amor sirviéndole y sirviendo a los hermanos.
Desbordemos, pues, de alegría en la Navidad. Porque la Navidad debe darse primero en nuestras almas. “Les anuncio un gran gozo. Que les ha nacido el Salvador” (Lc 2,10s). Es lo primero: que la Navidad sea en nosotros, que el Niño nazca en nuestros corazones, que la salvación, que nos ha traído y nos trae, sea acogida. Sin eso todo sería un gran fraude.
Acogiendo de María la salvación de Jesús, nos abrimos al amor de Dios, a su perdón, que siempre necesitamos. Le damos gracias por él. Veamos nuestra vida salpicada aquí y allá con tan numerosas y continuas invitaciones de nuestro Dios y Padre al encuentro y a la amistad con Él. “Dios es amor y hemos creído en el amor”—dice San Juan, 1Jn 4,16—. Creámoslo y digámoslo. Nuestra alegría ha de brotar de la fe en ese amor de Dios, que se ha manifestado en Jesucristo. Que los regalos y las reuniones familiares no sean la esencia de la Navidad, sino la expresión y ejercicio del espíritu, el amor y la gracia que Jesús nos ha comunicado y que nos desborda hasta compartirlo con los demás.
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