P. Adolfo Franco, S.J.
DOMINGO XXVII
Lucas 17, 5-10
El Señor nos habla de la potencia transformadora de la fe
El Señor nos da una importante lección sobre la fe; que es por otra parte una invitación; invitación a vivir con esa fe que El nos presenta en esa forma deslumbrante y paradójica con que nos enseña muchas de sus verdades. Tener fe como un granito de mostaza. Basta un poquito de esa fe, y entonces tendremos una fuerza suficiente para arrancar un árbol enorme y tirarlo al mar. Con un poco de fantasía podríamos imaginar a una pequeña hormiguita (como un grano de mostaza) arrancando un tremendo árbol y lanzándolo con un sola mano por los aires hasta que caiga en el mar. Eso es lo que nos dice el Señor. Y ¿dónde se puede conseguir esa fe?
¿De qué fe se trata, y de qué fuerza? Muchas veces ponemos la fe en tantas cosas, en las que no hay que ponerla. Hay personas que ponen su fe en cosas impropias: los adivinos, el horóscopo, las rayas de la mano. Evidentemente que no se trata de esa fe. Dios rechaza con toda severidad esas supersticiones. La Biblia es abundante en la enseñanza contra todas esas formas falsas de credulidad.
La fe tiene como destino sólo Dios. Sólo Dios es digno de nuestra fe, de la fe de que habla aquí el Señor. Es una fe religiosa, sobrenatural, por la cual nos ponemos en las manos de Dios, y abrimos nuestra mente y nuestro corazón al mundo de las realidades invisibles. La fe es la decisión más profunda que hacemos por Dios; saltamos en lo que nos parece el vacío; aunque en realidad no es vacío, porque sabemos que Dios nos sustenta y nos recoge en nuestro salto. Le fe es una nueva luz para caminar en la vida; es una nueva luz para valorar las cosas; es un deseo de Dios como una sed; la fe es un ansia de caminar hacia Dios y de entregarnos completamente en sus manos.
La fe se refiere al conocimiento de las verdades que Dios nos enseña, y se refiere también a la entrega por la cual le damos a Dios toda nuestra vida. La fe por tanto, nos conecta con Dios. Y así esa fe tiene el poder de Dios mismo. Casi podríamos decir que esa fe que nos conecta con Dios es una chispa de Dios mismo, y por eso no hay que extrañarse del poder que tiene; esa fe tiene el poder de Dios. Aunque parezca una comparación un tanto material, podríamos comparar esa fuerza de la fe, con la fuerza que hay en el pequeño átomo cuando se logra liberar toda su tremenda fuerza escondida.
Pero mejor la podremos entender si vemos a un hombre dejar todo y en la suprema pobreza caminar el camino que Dios le señala; si vemos a una persona abandonar sus comodidades para entrar en la isla de los leprosos para siempre; la fe es tan fuerte que hace a una mujer entregarse a cuidar a las personas tiradas en los basureros. Eso es de verdad arrancar un árbol y tirarlo al mar.
Esa fe es un don de Dios, pero al que nuestra entrega puede colaborar. Cuando se logra tener esa fe, todo se hace posible, aún las cosas que parecen imposibles, porque para Dios nada hay imposible.
La fuerza que Jesús le atribuye a la fe, es la fuerza de Dios mismo. O sea que con la fe, la fuerza de Dios viene a nosotros. La fuerza de la fe es capaz de espantar la enfermedad, de ahuyentar al demonio, es capaz de alimentar a cinco mil hombres con pocos panes; esa fe es capaz de resucitar muertos. Y eso no es nada: la fe es capaz de decir unas palabras a un pedazo de pan, y hacer que ese pan deje de ser pan, para ser Jesús; con unas palabras (pequeñas como un granito de mostaza) dichas por el sacerdote con fe, en el nombre del Señor, desaparecen del pecador los pecados más graves, y son como árboles que se arrojan al mar. Es Dios evidentemente el que da la fuerza a esas palabras, para que esos tremendos árboles sean arrojados al mar.
Pero lo más hermoso de esa fe es que es capaz de levantarnos a nosotros mismos y arrojarnos en el mar de Dios. Así en esa comparación con que Jesús habla, la fe sería el poder de Dios, el árbol seríamos nosotros mismos, y el mar a donde es arrojado el árbol sería el Dios inmenso, infinito y maravilloso. Nosotros arrojados por la fuerza de la fe en los brazos de Dios. Esta es otra maravilla de la fe a la que Jesús nos invita con su enseñanza tan imaginativa y paradójica: un granito de mostaza arrancando un árbol y tirándolo al mar.
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