P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA
6.14. LA MUERTE DE CRISTO. Cristo "muerto en la carne"
Los Evangelios narran con realismo y brevedad la muerte de Cristo. "Jesús, entonces, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu", Mt 27, 50; "Pero Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró", Mc 15, 37; "Cuando Jesús tomó el vinagre, dijo: "Todo está consumado". Inclinó la cabeza y entregó el espíritu", Jn 19, 30.
Pertenece a la doctrina de la Fe (Credo), el hecho de que Cristo murió verdaderamente, estuvo verdaderamente muerto. Se cumplen, pues, en la muerte de Jesús las características esenciales de toda muerte humana: la separación entre el alma y el cuerpo; es decir, el cuerpo queda sin vida, pierde todas sus operaciones vitales. Decir, que Jesús murió verdaderamente equivale a afirmar que su cuerpo quedó inerte, cadáver.
La muerte de Cristo significa, pues, que en El, igual que en los demás difuntos, estuvo interrumpida la relación vital alma-cuerpo; sin embargo, hay que hacer esta aclaración: el alma y el cuerpo de Cristo permanecieron unidos sustancialmente al Verbo incluso durante los tres días de la muerte y sepultura. Esta es la doctrina común de los Santos Padres y de los teólogos posteriores, que se apoyan en la Sagrada Escritura, pues en ella se afirma que el sacerdocio de Cristo es eterno y que su Reino no tendrá fin, Hebr 7, 24; Lc 1, 33; Jn 12, 34.
Entre quienes pensaron que durante el triduo sacro se separó la Divinidad del cuerpo de Cristo, y por tanto, negaron la indisolubilidad de la unión hipostática, se encuentra Marcelino de Ancira, quien al mismo tiempo negaba la eternidad del reinado de Cristo. Los apolinaristas que, por pensar que el Verbo hacía las veces de alma con respecto al cuerpo de Cristo, lógicamente decían que Cristo no podría haber muerto a no ser que la Divinidad se hubiese separado del cuerpo.
En la doctrina del Magisterio de la Iglesia siempre ha sido constante la afirmación de la indisolubilidad de la unión hispostática. Ambas naturalezas, la divina y la humana están unidas en Cristo inseparablemente, dice el concilio de Calcedonia, el Conc. Constantinopolitano III y el Conc. XI de Toledo que dice: "Creemos que en el Hijo de Dios hay dos naturalezas, una de la divinidad y otra de la humanidad, a las cuales de tal forma unió en Sí mismo la persona de Cristo, que nunca pueden separarse ni la divinidad de la humanidad ni la humanidad de la divinidad", Dz 534.
No existe ninguna razón, en efecto, para pensar que el cuerpo o el alma de Cristo perdieran la unión hipostática. Por consiguiente puede decirse que Cristo, en su humanidad, experimentó la muerte de un modo normal: separación entre el alma y el cuerpo y a la vez experimentó dicha muerte de una manera excepcional, es decir, tuvo como propio no sólo el modo de ser del alma (que en todos es inmortal) separada del cuerpo, sino el modo de ser del cuerpo sin vida, lo que no ocurre en la muerte de una persona humana, cuyo cadáver no es algo de la persona.
Por esto tras la muerte de Cristo ni su cuerpo quedó separado de la divinidad, ni su alma quedó separada de la divinidad. Ambos: cuerpo y alma, estaban unidas sustancialmente a la Persona divina del Verbo por la gracia de la unión hipostática, gracia de unión substancial.
6.15. LA SEPULTURA DE CRISTO
José de Arimatea pide a Pilato poder enterrar dignamente el cuerpo de Jesús; los mismos que han logrado la condena del Señor piden a Pilato que ponga guardia en el sepulcro. Los Evangelios narran con exactitud la sepultura de Jesús, Mt 27, 57-61; Mc 15, 42-47; Lc 23, 50-56; Jn 19, 38-42; Hech.13, 29; 1 Cor 15, 4.
La sepultura de Jesús constituye, como es sabido, un tema fundamental en la catequesis bautismal, Rom 6, 4; Col 2, 1. Cabe señalar que el cuerpo muerto de Cristo no sufrió corrupción en el sepulcro, conforme a lo que dice: “... (David) con visión anticipada habló de la resurrección de Cristo, que no sería abandonado en el Hades, ni su carne vería la corrupción", Hech, 2, 22-31. La sepultura de Cristo es consecuencia y complemento de su muerte, y en consecuencia tiene carácter salvífico. Cristo es sembrado en el sepulcro, como el grano de trigo, que cae en el surco y produce fruto abundante, Jn 12, 24.
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