P. Adolfo Franco, S.J.
DOMINGO XXX
del Tiempo Ordinario
Lucas 18, 9-14
Dios siempre atiende nuestras oraciones; esto nos exhorta a que también seamos nosotros justos con Él.
Jesús nos da muchas enseñanzas sobre la oración en todo el Evangelio, y además nos enseña la oración con su propio ejemplo; El aparece con mucha frecuencia orando y pasando a veces las noches en oración. En este párrafo de hoy nos cuenta la parábola de la oración del fariseo y del publicano. Nos enseña cómo orar, qué es la oración. Pero añade también, una vez más, una lección importante sobre la humildad. Nos viene a decir que el orgulloso, el que se cree superior, está incapacitado para la oración; en cambio el que en su corazón siente que es un pecador y se humilla por eso, ése puede orar y es escuchado.
La oración es uno de los grandes regalos que nos ha hecho Dios indudablemente. Pone de manifiesto el gran cariño que Dios nos tiene. Ha querido establecer un canal de comunicación, porque quiere saber de sus hijos, quiere que le cuenten todo, quiere ser su paño de lágrimas, quiere ser nuestra fortaleza y nuestra paz. Dios ha querido que podamos comunicarnos con El, que lo contemplemos, que le mostremos nuestros afectos, y nuestras necesidades. Quiere oírnos. Y también quiere tener la posibilidad de enviarnos sus mensajes, de mostrarnos su calor y su ternura, porque todo eso hace Dios con nosotros en la oración. Esto es tanto así que con derecho podríamos preguntarnos ¿sería posible vivir como hombres, si no tuviéramos la posibilidad de orar?
La oración es un acto de fe en la realidad de Dios: fe en su existencia y en su paternidad, fe en su Providencia. Es un acto de fe por el que en un momento salimos de nuestro mundo cotidiano y nos situamos en el mundo superior, en la otra dimensión: hay una especie de salida de este mundo y una entrada en el ámbito de Dios. La fe es un acto de humildad, por el que reconocemos nuestra necesidad más honda, nuestra indigencia radical, y por eso acudimos a nuestra fuente, a nuestro sustento vital que es Dios. Así la oración pone nuestra vida en comunicación con la fuente de la vida.
Y por esa razón el orgullo es el principal obstáculo para una verdadera oración. Por esas y otras razones la oración del fariseo es un fiasco, es una falsificación, es una pose teatral, no es oración, en suma. El contenido de la aparente oración del fariseo brota de un hombre que no necesita de Dios. Prácticamente se comunica con El de igual a igual; le da gracias, no por los favores que le haya concedido. El mismo piensa que ha logrado todo con su esfuerzo: yo no soy igual que los demás hombres. Y eso debido a mis propios méritos a mis propios esfuerzos. Los otros son malos, y yo soy tremendamente bueno. Y así vengo a hablar contigo: el bueno (que se lo cree) con el Único Bueno. Y como es tan bueno este fariseo se pone delante en primera fila, porque es el lugar que le corresponde. Mientras que el pecador se queda allá lejos y no se atreve a acercarse más. El fariseo, por eso mismo, desprecia a los seres que él cree inferiores: yo no soy como los demás hombres, yo cumplo, yo, yo. El protagonista de su aparente oración no es Dios, sino su YO inflado, exhibicionista de sus buenas acciones; está viniendo a la oración para que Dios admire a este ser tan excepcional.
Y otra fea característica de este hombre, caricaturizado por Cristo: la falta total de caridad con el prójimo, el juicio despiadado de los demás. Y así entramos en otro aspecto de la oración cristiana ¿puede orar de verdad al Padre el que no considera a los demás como sus hermanos? ¿El que desprecia a un hijo de Dios, puede hablar de verdad con el Padre? ¿Le gustará a Dios una oración cuyo contenido es la crítica de sus hijos? Y cuando somos orgullosos, críticos y jueces de los demás ¿seremos oídos por el Padre que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y que ama a los pecadores? Esta actitud de desprecio que tiene el fariseo también contribuye a que su oración sea falsa.
Lo que Jesús critica en la oración de este fariseo es su orgullo frente a Dios, su vanidad por sus propias obras (como si no hubiera sido ayudado por Dios) y su juicio de los demás, que llega hasta el desprecio de los que él juzga pecadores.
En cambio, lo que el Señor alaba en el pecador que ora, es que se siente indigno ante Dios, que se reconoce pecador, que no se atreve a acercarse, ni a levantar los ojos del suelo. Reconoce que necesita a Dios, que no lo merece, y no se compara con nadie, pues tiene bastante con considerar y arrepentirse de sus propios pecados.
Por eso éste vuelve a casa, después de la oración, justificado y el fariseo en cambio no, porque en realidad no ha orado.
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