P. Adolfo Franco, S.J.
Lucas 7,36-50
La humildad y el amor acercan al perdón que Jesús da.
Esta es la historia de una persona que, fatigada de una vida tan vacía de valores y tan llena de males, busca con afán ser salvada y que al fin encuentra un Salvador. El Evangelio de hoy nos narra así la transformación del corazón de esta pecadora, al entrar en contacto con Jesús.
Pero todo sucede porque la mujer, sin duda inspirada por Dios, primero reconoce que es pecadora, que su vida no está bien. Y esto es sumamente importante, porque muchos no se transforman porque estando en el barro, no reconocen que el barro es sucio, y piensan que “todo está bien”. No se atreven a hacer una verdadera exploración de sus conciencias; y algunos incluso han ido más lejos, han invertido sus valores. Piensan que en sus vidas todo está bien, que no hay nada que cambiar.
La mujer que está a los pies de Jesús, no sólo reconoce el desastre que es su vida, hace mucho más: descubre además que sola no podrá cambiar, que necesita ayuda, y necesita que la transformen por dentro, y entonces sin titubeos y con gran valentía irrumpe en casa del fariseo, interrumpe el almuerzo de los comensales sin ningún temor, y se arroja a los pies de Jesús. Ahí en este Hombre especial ha descubierto la fuente de la paz, y el manantial de la pureza que a ella también la va a purificar.
Como está decidida a todo, con tal de salir de esa vida anterior totalmente enfangada, lleva consigo sus perfumes, sus adornos, sus besos, y con esos mismos objetos que le servían para adornar su pecado, ahora los va a utilizar para entregarlos en los pies del Señor; todo lo que antes era utilizado para pecar, ahora lo convierte en don y ofrenda para Dios. Por eso riega con lágrimas los pies de su Salvador, los llena de besos, los seca con sus cabellos, y los perfuma con su mejor perfume. Cuántos besos de esa mujer habían sido falsos, cuántas veces sus cabellos habían sido instrumento de seducción, y sus perfumes habían servido de corrupción. Todo eso, ahora va a servir para rescatarla, por el amor con que se entrega y con que suplica perdón.
En contraste con esta verdadera ofrenda, de este acto de amor puro y ardiente, está la actitud del fariseo; y Jesús se lo reprocha, ya que el fariseo muestra su peor faceta, la de juez implacable que condena sin conocer lo que hay en el corazón de esta mujer. Y por eso se escandaliza y piensa “si éste fuera profeta sabría qué clase de mujer es la que le está tocando”. Jesús ante esta condena de una mujer que busca purificarse, sale en su defensa y reprocha al fariseo: Tú has sido poco considerado como anfitrión, no me has dado agua para lavarme los pies, no me has dado el beso de saludo, no me ungiste con aceite.
Es bueno reflexionar en el contraste de estas dos personas: el aparentemente bueno, que es simplemente el cumplidor mecánico de unas reglas religiosas, pero en las que no pone su corazón, y la pecadora que ha quebrantado gravemente los mandamientos de Dios, pero que ahora entrega su ofrenda y su vida a los pies de Jesús. Y, ante este ejemplo, la reflexión nos podría llevar a pensar, cómo deberíamos hacer cada uno de nosotros para entregar todo a los pies del Señor: nuestras lágrimas, nuestro perfume, nuestros besos. Todo absolutamente todo, convertirlo en ofrenda para el Señor, como señal de nuestro amor.
El camino de la conversión es el amor, por eso el Señor le dice al fariseo, que a esta mujer se le ha perdonado mucho porque ha amado mucho. Este amor debe ser auténtico y se muestra en la donación de todo. Hay que darse totalmente para mostrar el amor: el amor hay que manifestarlo con las obras.
Con todo esto el Señor nos deja una afirmación importante para nuestra vida frágil de caídas y pecados: Jesús puede perdonar los pecados. Por eso el final de la narración queda subrayado por esa pregunta que se hace la gente que participaba del banquete: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?»
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