Juan 20, 1-9
La Resurrección del Señor da el verdadero sentido a la vida; que sepamos trasmitir su alegría.
Esta es la
fiesta del Señor, este es el día esperado por todos los que necesitamos
esperanza y salvación. Hoy día el canto que necesitamos cantar se dice con una
palabra: Alleluya. Una palabra en que se encierra toda la alegría que podemos
expresar. Es una palabra que brota del rincón más interior, donde se elaboran
las cosas más personales y más sentidas, en donde están nuestros amores,
nuestros más hondos sentimientos. Y desde ahí sale como un torrente incontenible,
esta palabra: Alleluya. Es una fuerza superior que nos brota al ver el misterio
admirable de Cristo vencedor de la muerte, y vencedor de todo lo que nos
oprime, y de todo lo que nos hace tristes.
Y es
precisamente una fiesta, para todos los que tienen heridas hondas y por eso
esperan que Cristo con su resurrección los resucite. Cristo con su resurrección
hace efectivo el cumplimiento de las bienaventuranzas: Bienaventurados, los
pobres, los que sufren, los perseguidos, y precisamente porque Cristo ha
resucitado.
Por eso este
Alleluya lo cantan con una fuerza especial los que casi nunca tienen fiesta,
los pobres: aquellos que tienen la indigencia como una sombra inseparable: los
que cuando terminan un pedazo de pan, no saben cuándo podrán encontrar el
siguiente despojo; pero hoy es su fiesta, y con el esfuerzo que les sale de
dentro, empujado por todas sus frustraciones, gritan para que todos lo sepamos:
Alleluya, hoy es nuestro banquete, el banquete que nos compensa de tanta
humillación acumulada.
Hoy es la
fiesta, y el banquete de todos los cojos, ciegos, paralíticos, que son
invitados a cantar este nuevo canto, porque los satisfechos, las personas que
tienen ocupaciones “importantes” siempre encuentran pretextos para no estar en
el banquete de Cristo. Los que viven del placer de sus propias posesiones, que
acarician con el corazón insatisfecho y hambriento de riquezas; a esos les
parece insípido el banquete del Alleluya. Esos muchas veces ni se dan cuenta de
que ha llegado la luz que ilumina de verdad todas las cosas.
Hoy es la
alegría de todos los que sufren, de los que están en los hospitales sin visitas
y sin esperanza; se dan cuenta de que hoy es un día diferente, porque es el
“día”, y saben que el sufrimiento y la soledad se les caerá de la piel, como la
costra de una herida curada. Verán su piel completamente sana y su corazón
dorado por la luz de la alegría; y tampoco podrán contenerse y cantarán con
fuerzas nuevas y con voz armónica y con la energía del estruendo: Alleluya.
Todos los que
no son nada, hoy día se juntan; se juntan los que no son importantes, los que
valen poco, simplemente sirven para ser parte de un engranaje anónimo que hace
funcionar la sociedad. Nunca su nombre se escribirá con mayúsculas, nadie les
ha hecho nunca una reverencia, como se hace a los poderosos. Ellos nunca
dejarán en la historia, o en los noticieros ni la mancha de una mosca. Pero hoy
día se sienten “destacados”, con una silueta propia y nítida, porque son
iluminados con el resplandor del Resucitado. Y también forman juntos un coro
incontenible para cantar el Alleluya.
Porque es el
día de la resurrección de Cristo, y esta es la fiesta de todos los tristes, el
amparo de los que no tienen hogar, el refugio de los que duermen en el parque,
la seguridad de los perseguidos por causa de los injustos. Es el banquete de
los que amasan el pan con las lágrimas amargas. Todo esto se acabó: ahora hay
fiesta, hay alegría, porque El ha hecho resucitar consigo a todos nosotros,
todas nuestras sombras han desaparecido y nuestras fragilidades han sido
fortificadas. Y es que hoy es el DÍA que hizo el Señor, el día en que Cristo ha
vencido y se lleva encadenadas todas nuestras cadenas.
Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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