“Sabiendo
Jesús que había llegado la hora, la de su muerte, la de pasar de este mundo al
Padre, habiendo amado a los suyos, los que quedaban aquí en este mundo, les amó
hasta el extremo, como solo Dios puede amar” (Jn 13,1). Cada detalle, cada
palabra, cada gesto de aquella Cena rebosan de amor. “Con enormes deseos he
querido celebrar hoy esta Pascua con ustedes antes de padecer. No la volveré a
comer con ustedes en la tierra” (Luc 22,15s). Sólo desde su amor puede
entenderse esta cena. Sólo desde el amor estaremos presentes. Sólo así creemos
de verdad en Él.
No
improvisa nada. Es totalmente consciente del momento y de lo que hace. Actúa
como el Maestro y se siente Dios, el Hijo de Dios, el Verbo de Dios, que
existía ya desde el principio, como el creador de todas las cosas, que habían
sido hechas por él, y que es la vida y la luz de todos los hombres.
Tras
algunas tensiones porque todos quieren un puesto más digno, Jesús parado, y los
doce con Él, inicia aquella cena, que un día dio comienzo a la liberación de
Israel, anuncio de esta liberación por Jesús del pecado, que de inmediato va a comenzar.
Se sirve la primera copa de vino, que se bebe mientras se pronuncia una oración
de alabanza. Jesús moja la verdura en un agua salada, la bendice, da algo a
cada uno y reparte un pan ázimo, del que separa la mitad para después. Entonces
viene la sorpresa: los discípulos se sientan, pero Jesús rompe el ceremonial. “Se
levanta, deja su manto, toma una toalla, echa agua en un balde y va lavar los
pies de los discípulos y los seca con la toalla” (Jn 13,4s). Se resiste Pedro,
el primero, que no entiende el gesto y tiene que oír durísimas palabras; pero
para Jesús dar esa lección y explicar su sentido con claridad en este preciso
momento de su despedida es fundamental.
“Los
reyes de las naciones las dominan y sus príncipes se llaman bienhechores. Pero
ustedes no lo hagan así, sino que el mayor sea como el menor y el que manda
como el que sirve. Yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc 22,25s). “Ustedes
me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, Señor y
Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a
los otros, pues les he dado ejemplo para que ustedes se hagan también unos a
otros como Yo lo he hecho con ustedes. En verdad, en verdad les digo que no hay
siervo mayor que su Señor, ni enviado
mayor que el que lo envía”. Ninguno de ustedes es mayor que Yo. “Serán ustedes
dichosos si, sabiendo esto, lo hacen” (Jn 13,13-18).
Poco
después les dará Jesús “su mandamiento”, un mandato que llama “nuevo”
(Jn 13,34s), que será signo de que se es discípulo suyo: amar a los demás
como Él nos ha amado, hasta la muerte (Jn 15,12s). Acabará
luego la conversación con la oración sacerdotal; pide al Padre por lo que más
lleva en el corazón; es su testamento.
Después
de aceptar del Padre su muerte ya inmediata, ruega expresamente por los once:
hace de ellos una gran alabanza; “han cumplido la palabra del Padre, han creído
en Jesús enviado del Padre y Jesús es glorificado en ellos”; y pide para ellos:
“guárdalos, que sean una sola cosa, como Tú y Yo lo somos” (Jn 17,6.8.11). “No
son del mundo, como yo no soy tampoco del mundo”, añade como otra razón para
mover al Padre (Jn 17,26).
Concluye
extendiendo hasta nosotros la petición: “No ruego solamente por ellos, sino
también por los que han de creer en mí por su palabra. Que todos sean uno, como
tú, Padre, en mí y yo en ti. Que ellos también sean uno en nosotros, para que
el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me has
dado, para que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí para
que sean perfectos en la unidad y conozca el mundo que tú me has enviado y les
has amado como a mí me has amado. Yo les he revelado tu nombre y lo revelaré
para que el amor con qEue tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn
17,20-26).
Caridad,
que no nos es posible sin humildad. Caridad y humildad, porque son
inseparables. Caridad y humildad en todos los grupos y relaciones humanas de
los que formamos parte: la familia, el trabajo, los grupos eclesiales, en
cualquier ocasión que nos pone en contacto con los demás. Cuando alguno se me
acerca ¿tiene la impresión de que Dios le está más cerca?
Pero,
además de todo esto, es la Pascua. Se come la víctima ofrecida en sacrificio.
Jesús es esa víctima. Y se entrega como víctima en sacrificio y como comida
para los que participan. “Tomen, coman, beban. Este es mi cuerpo, esta es mi
sangre, la derramada por ustedes y por todos. No lo olviden; háganlo en memoria
mía; pues siempre que coman este pan y beban este cáliz, estarán manifestando
que yo, el Señor, he muerto para salvar de sus pecados a todos los hombres” (v.
Mt 26,26-28; Mc 14,22‑24; Lc 22,19s; 1 Cor 11,23-26).
Los
discípulos no lo olvidaron. Desde el principio los que creen se reúnen para
escuchar la Palabra y celebrar el sacrificio y el misterio de Cristo. Los
adoradores de la Eucaristía entran a fondo en el Corazón abierto de Jesús. Y no
les defrauda.
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