DOMINGO IV
del Tiempo Ordinario
Marcos, 1, 21-28
Jesús tiene un mensaje nuevo que admiraba a sus primeros oyentes y debería producir admiración en nosotros.
San Marcos recoge en este párrafo la
primera actuación de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Era costumbre que los
judíos se reunieran los sábados en la sinagoga a orar y a leer y comentar la
Sagrada Escritura. Con frecuencia era invitado a hacer la lectura y algún
comentario a la misma alguno de los presentes, o algún invitado especial. Y,
como la fama de Jesús empezaba a extenderse por los alrededores de los poblados
que rodean al lago de Galilea, en este caso fue invitado Jesús a hacer la
oración del sábado y la lectura de la Biblia y su explicación. Era ya
comentario frecuente que el hijo de José, el carpintero empezaba a enseñar una
nueva doctrina y a tener actuaciones sorprendentes.
Había, pues, mucha expectativa y cuando
Jesús acabó de hablar todos quedaron admirados. Lo que más admiración producía
era que su forma de hablar era distinta de la forma en que hablaban
ordinariamente los escribas (los letrados) que eran los que ordinariamente
hacían los comentarios. San Marcos recalca que la predicación de Jesús producía
admiración, y que daba la impresión de que hablaba con autoridad, que sus
palabras tenían una fuerza especial; y además dice que no hablaba como los
escribas y fariseos.
¿Qué admiraban estos primeros oyentes?
¿Por qué las palabras que pronunciaba este hombre del pueblo tenían tanta
fuerza? Por varias razones fundamentales: Jesús no repetía frases hechas, sino
enseñanzas que llegaban al alma. Además se notaba que quería ir a lo esencial del
mensaje de Dios, y no se quedaba en los mandatos exteriores y rutinarios sobre
los que tanto insistían los fariseos. Era una enseñanza tremendamente exigente,
que quería elevar a sus oyentes y sacarlos de la mediocridad. Y finalmente se
sentía a las claras que lo que enseñanza lo sacaba de su corazón y que no hacía
más que trasmitir con sus palabras lo que El vivía en su propia vida.
La predicación de Jesús no estaba llena
de tópicos, de frases hechas, de consejos rutinarios. Sus palabras eran
“nuevas” no dichas por nadie antes. Y no tenía que recurrir a una aburrida
erudición, ni a abstracciones difíciles, para que fueran profundas: Eran las
palabras más simples del mundo, pero que llegaban con una fuerza incontenible:
eran palabras como las de las parábolas; palabras sacadas de la naturaleza, del
quehacer de cada día. Era la realidad convertida en mensaje: la siembra es
Reino de los cielos, y el tesoro que alguien descubre explica el atractivo del
Reino de los cielos, y la pesca, y la semilla pequeña son señales del Reino de
los cielos. Todo transparente y todo lleno de sentido. Eran palabras esperadas
por aquellos campesinos y artesanos que estaban ávidos de encontrar un nuevo
sentido a sus vidas de cada día, y por eso en seguida se dieron cuenta de que las
palabras de Jesús producían un sonido distinto en sus corazones.
Jesús no reducía la entrega a Dios a una
serie de fórmulas y prácticas externas; no quería sacrificios de animales, sino
la entrega de la vida; no enseñaba la limpieza ritual, sino la pureza extrema
del corazón. No valoraba la limosna por la cantidad sino por la generosidad del
donante. Porque Dios habita en el corazón y es el corazón lo que hay que
entregarle.
Además eran palabras exigentes; que
superaban todas las antiguas exigencias. Ponían el límite muy arriba; y por eso
todo el que tenía ansias de superación encontraba que su enseñanza era un reto
hermoso, y que valía la pena escucharlo con seriedad: se dijo a los antiguos
“ojo por ojo y diente por diente” pero yo les digo que hay que amar incluso al
enemigo. Hay que tener un total desinterés, en la amistad, en el servicio. Hay
que darse totalmente sin límites y sin condiciones. No hay que hacer nada por
apariencia, sino hay que orar en silencio, y no exhibir las buenas obras. Hay que
tener una total confianza en el Padre que alimenta con su mano a los pájaros
del cielo, y que viste con una imaginación admirable a todas las flores.
Pero, todo eso lo enseñaba, con una
convicción que nacía de su propia vida. Todo lo que enseñaba era lo que El
vivía cada día. No era como ésos que ponían a los demás exigencias muy grandes,
de las que los “maestros de la ley” se consideraban exentos. El tenía el
atrevimiento de hablar de la pobreza, porque no tenía ni dónde reclinar la
cabeza, el derramaba sus bendiciones sobre los pacíficos y sobre los que
padecen persecución, porque sabía lo que era ser perseguido injustamente, y
sabía del triunfo de los que buscan la paz.
Por todo eso causaba admiración en sus
oyentes, ellos entendían al oírle que no había absolutamente nada de
fingimiento en todo lo que Jesús enseñaba. Que no era cuestión de cosas
externas, de ritos, sino que había que adorar a Dios con el corazón y hasta las
últimas consecuencias. Por todo esto su doctrina sonaba a novedad, e incluso sus
enemigos en algún momento dirán: nadie ha hablado como este hombre.
...
Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
Para acceder a otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.
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