La Iglesia - 25º Parte: Propiedades esenciales de la Iglesia - Es Santa

P. Ignacio Garro, S.J.

SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA



27.2 LA IGLESIA ES SANTA

La "santidad" de la Iglesia es la segunda nota que el Símbolo Niceno Constantinopolitano atribuye a la Iglesia y que nace de la naturaleza íntima de la misma. Si la Iglesia es la unión de Cristo con el hombre debe de ser santa como todo lo que está en contacto con Dios. La Igle­sia es "Santa" porque su fundador es Santo, (Cristo) y el Espíritu que la asiste es el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios. La Sagrada Escritura presenta la santidad como un atributo propio de la Iglesia. S. Pablo en Efes 5, 26 dice: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, a fin de santificarla... y prepararla como su esposa inmaculada, sin mancha ni arruga". Y después dice en Efes  l, 4: "Cristo nos eligió para que fuésemos santos e inmaculados ante su vista".
La santidad de la Iglesia implica objetivamente que la Iglesia es el medio de la gracia y de la salvación en el mundo, a la vez que es un signo de la gracia de Dios escatológicamente vencedora.

El Magisterio de la Iglesia enseña: "La Iglesia fundada por Jesucristo es santa" (de fe).
El Concilio Vaticano I, dice al respecto: "Santidad eximia e inagotable fe­cundidad en todos los bienes". Denz.1794. El Concilio Vaticano II enseña que todos los miembros de la Iglesia están llamados a la santidad, Lumen Gentium, Nº 39-42.

  • La Iglesia es "Santa": En un sentido ontológico, en  cuanto que ella es el gran medio (como sacramento universal de salvación),  por el que Dios comunica la santidad.
El Concilio Vaticano II dice en Lumen Gentium: Nº 39: "La Iglesia, cuyo misterio está exponiendo el sagrado Concilio, creemos que es indefectiblemente santa. Pues Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado "el único Santo", "amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla", Efes 5, 25-26: "la unió a Sí como a su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios". Y en Gaudium et Spes, Nº 43,f : "Aunque la Iglesia, por la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como esposa fiel a su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada his­toria, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al es­píritu de Dios".
La Iglesia es santa en su origen, en su fin, en sus medios y en sus frutos. Es santo el fundador y cabeza invisible de la Iglesia que es Cristo nuestro Señor; es santo el principio vital interno de la Iglesia, que es el Espíritu Santo; lo es también el fin de la Iglesia, que es la gloria de Dios y la santificación del hombre: la doctrina de Cristo con sus artículos de fe, sus preceptos y consejos morales, el culto y, sobre todo, el santo sacrificio de la Misa, los sacra­mentos, los sacramentales, y las preces litúrgicas, las leyes y or­denaciones de la Iglesia, las Ordenes religiosas, Congregaciones, los institutos de educación cristiana y de caridad, los Institutos seculares de vida consagrada, etc, los dones y gracias obrados por el Espíritu Santo.
Son santos muchos miembros de la I­glesia, entendiendo "santidad" en el sentido general de la palabra, es decir, posesión de la gracia. Santidad, sobre todo, de los márti­res de los tiempos modernos, que mueren antes de renunciar a su fe, dando testimonio de su amor a Cristo y a su Iglesia. La razón más honda de que la Iglesia sea santa y de que posea en sí esa virtud intrínseca de santificar es precisamente su íntima rela­ción con Cristo y con el Espíritu Santo: la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, penetrado y animado por el Espíritu Santo. 1Cor 12, 12

  • La Iglesia y el pecado: De la santidad de la Iglesia no se sigue que en la Iglesia todos los bautizados siempre y en todo momento son santos. También los hay pecadores y muy pecadores y alejados del querer y sentir de Cristo y de su Espíritu. Por ello la Iglesia en­seña: "A la Iglesia no pertenecen tan sólo los miembros santos, (es decir los que están en gracia de Dios), sino también los pecadores", (de fe).
De la santidad de la Iglesia no se sigue que los que pecan mortalmen­te cesen de ser miembros de la Iglesia, como enseñaran en la antigüedad los novacianos y donatistas y en la edad moderna Lutero y Quesnel. Cle­mente XI y Pío VI condenaron esta sentencia, Denz 1422-1428,  1515. Pío XII volvió a reprobarla en la Encíclica "Mystici Corporis", diciendo: "no cualquier pecado, aunque sea una transgresión grave, aleja por su mis­ma naturaleza al hombre del cuerpo de la Iglesia, como lo hacen el cis­ma, la herejía o la apostasía". Jesús con sus parábolas de la cizaña y el trigo, Mt 13, 24-30; de la red que ha recogido peces buenos y malos, Mt 13, 47-50 y de las vírgenes prudentes y necias Mt 25, 1-13; nos enseña que en la Iglesia conviven buenos y malos y que la separación no se hará hasta el fin del mundo, en el juicio universal y definitivo.

Es verdad de Jesucristo dio ins­trucciones muy concretas para amonestar a los hermanos que cometieran alguna falta. Cuando todos los intentos por corregirlos hayan fracasa­do, entonces manda Jesús que se les excluya de la Iglesia, Mt 18, 15-17. Los escritos Apostólicos dejan claramente traslucir que ya en la I­glesia primitiva hubo anomalías de índole moral que no siempre fueron castigadas con la exclusión de la comunidad cristiana, l Cor 11, 18, s. s; 2 Cor 12, 20. Todo el mundo observa y admite que en la Iglesia ha habido, hay faltas y pecados. Entonces ¿cómo explicar que la Iglesia es santa y a la vez en sus miembros (no en todos) hay pecado?. Nosotros decimos. La Iglesia como tal es santa, sin pecado, ya que se define y está constituida por la unión con Dios y los medios de esa unión. El pecado no pertene­ce más que a los miembros que componen la Iglesia, y más propiamente, en cuanto son infieles a su condición de miembros y conservan en sí algo que no es la Iglesia, el hombre viejo, según S. Pablo). Por eso de­cimos que no se puede atribuir a "la Iglesia" ser el sujeto de peca­dos propiamente dichos en el sentido de que ella misma los haya cometido: tal sujeto sólo puede serlo una persona individual.

Finalmente decimos, los pecadores (y esto lo somos todos nosotros), pertenecen enteramente a la Iglesia, pero con una vida cristiana o una santidad muy imperfecta. Sus pecados como tales caen fuera de la Igle­sia, pero quienes los cometen están en la Iglesia, y a ella pertenecen en su condición de pecadores, religados por la fe a la institución de gracia, abiertos a la penitencia y a la conversión has­ta recuperar el estado de gracia, de santificación. En cuanto a la Igle­sia, enteramente santa en sí misma, pura en sus principios formales y decidida por su orientación profunda a llegar a la pureza total, 2 Cor 11, 2; es conducida por sus miembros a realizaciones históricas y concretas imperfectas de aquello que ella es profundamente, y de a­quello a que aspira a ser.


Esta doctrina es fundamentalmente la de los Santos Padres, la de los grandes escolásticos y la del Magisterio de la Iglesia. Desde esta perspectiva histórica del devenir de la Iglesia, se dice a veces, que la Iglesia, esposa de Cristo, tiene su belleza propia y a la vez empañada y que no será perfectamente pura y bella más que escato­lógicamente. Se dice también que la Iglesia es penitente y debe sin cesar purificarse. La Constitución dogmática Lumen Gentium Nº 8, dice: "mientras Cristo, santo, inocente, sin mancha", Heb 7, 26, no conoció el pecado, 2 Cor 5, 21, sino que vino para expiar los pecados de todos, Heb 2, 17. La Iglesia que comprende en su seno a los pecadores, es santa a la vez que tiene que purificarse constantemente y no deja de aplicarse a la penitencia y a la renovación. La Iglesia "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios".... "está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus a­flicciones y dificultades, tanto internas como externas y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos".


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Agradecemos al P. Ignacio Garro S.J. por su colaboración.


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