Mateo 28, 16-20
La Ascensión de Jesús: retornó al Padre, después de realizar su misión salvadora, que ahora queda en manos de su Iglesia.
Jesucristo se despide de sus apóstoles, al final de
su vida en la tierra, y les encomienda su propia labor. Ellos deben
continuarla. Y ahora que ya todo está culminado, puede volver al Padre; El
mismo ha descrito así su vida: salí del Padre y vuelvo al Padre. Salió del
Padre para hacerse hombre en la
Encarnación , y vuelve al Padre ahora en su Ascensión. Y
cuántas cosas han pasado entre el momento inicial cuando empezaba su existencia
humana, y éste otro momento, en que puede decir lo que exclamó desde la cruz:
Todo está cumplido. Ha pasado por el mundo haciendo el bien, curando enfermos,
sembrando esperanza, eliminando miedos; de cuántas maneras presentó el mensaje
de salvación, a cuántas personas les dio esperanzas y les suprimió el
sufrimiento. Y sobre todo proclamó muy alto que el Dios a quien adoramos es
nuestro Padre y nos ama.
¿Qué pensaría Jesucristo mientras está realizando
este retorno a su Padre? ¿pensaría quizá esto...?
“Recibí un encargo cuando el Padre decidió el que yo
bajara a la tierra, para vivir como verdadero hombre durante treinta y tres
años. Nací de una mujer escogida por mi Padre y preparada para que me acogiera
en su seno purísimo. Qué hermosa madre tuve: fuerte de alma, tierna de
sentimientos, toda hermosa y llena de Dios, tanto que en ella no cabía otra
cosa. Con ella, cuando yo no era más que un Niño, cumplía con alegría las
oraciones de todo buen israelita; pero no había en esas oraciones ni costumbre,
ni rutina. Esas oraciones eran cada día nuevas, como recién inventadas. Ella me
quiso con toda su alma, pasábamos tantos ratos juntos; yo me daba cuenta de que
me miraba continuamente, pero no quiso retenerme para sí, siempre me dejó
libre. Qué pocas cosas necesitábamos para ser plenamente felices. Viví muy
pobremente porque en esa pobreza encontraba una libertad absoluta. No estar
pegado a nada, y con sencillez aceptaba ser ayudado por aquellos con los que me
fui encontrando; realmente me gustó el sentimiento de necesitar a mis pobres
hermanos los hombres.
Recuerdo los años que viví como carpintero, junto a
ese buen maestro José. Cómo le agradezco que pusiera su vida al servicio de mi
obra, sin pedir nada para sí: lo dio todo, y no reclamó nada. Era un buen
carpintero y sabía enseñar el oficio. El fue el protector de mi casa. Con él he
paseado por los caminos y he visto lirios y pájaros, he llenado mi vista con
las espigas. Algunos pudieron pensar que desperdiciaba treinta años de mi vida,
de una vida tan corta de treinta y tres. Pero puedo decir que en esos años
aprendí las parábolas, las que después me sirvieron para explicar lo que es el
Reino de Dios. Aprendí en el libro abierto de la vida: cada persona con que me
encontré fue una hermosa lección de ese libro; me gustó mucho descubrir las huellas
de mi Padre que había en todos los paisajes, en cada hoja y en cada árbol y
sobre todo en cada alma: sabía que esa huella de mi Padre en el corazón de cada
hombre era ya el comienzo del Reino de los Cielos.
El Padre me había encomendado enseñar una doctrina,
una forma de vivir, tuve mis treinta años primeros para vivirla primero, para
después decir qué bienaventurados son los pobres, y yo lo había experimentado;
en esos años y siempre experimenté la Providencia , la protección del Padre alimentando
a los pájaros y cuidando a los suyos. A cada momento de esos treinta años iba
creciendo en experiencia: vi mercaderes en perlas, y buscadores de tesoros.
Cada día percibía en mí la hermosura de dejar todo por el Padre, la
tranquilidad que hay en no buscar posesiones.
Después vino la nueva etapa de implantar, con la
predicación y la fatiga de cada día, el Reino de mi Padre. Cuánto me ayudaron
mis doce amigos. Cada uno distinto, cada uno tan amigo (y siento tanta tristeza
cuando pienso en Judas). Cada uno era un noble bloque de mármol, y había que
hacer de ese bloque una escultura, cada uno diferente. El Espíritu Santo
terminará las doce obras maestras.
Me encontré con los enfermos, los abandonados, los
sin esperanza: a cada uno les llevé el mensaje que necesitaban: al que
necesitaba curación lo curé, al que necesitaba luz le ofrecí luz. Esos
encuentros con las necesidades de los hombres, ¡cómo los recuerdo! Y siempre
estaré con ellos. A veces me encontré con la dureza, y luché contra ella sin
cansancio; nunca entenderé cómo se puede ser despiadado con los hombres para
defender a Dios: los fariseos de entonces y de ahora no me entran en la cabeza.
Y al final, cuando se asomaba la “Hora” en que había
de ser sacrificado, pude amar sin medida, porque para eso había venido al
mundo, para dar la vida. Tenía todo mi Corazón para amar: y cómo me apaciguó el
dolor de la Cruz ,
el ofrecer a mis hermanos todo el amor, hasta la última gota de agua y sangre.
Ahora todos esos seres humanos son un pueblo rescatado para mi Padre, mi
querido Padre (¡qué pronto nos vamos a encontrar!)...”
Y, aunque estoy subiendo al Cielo, les he
certificado que nunca los dejaré solos, que estaré con ellos, con los hombres,
todos los días hasta el fin del mundo”.
En realidad ¿Cuáles serían los pensamientos de Jesús
cuando ascendía al cielo?
...
Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
Para acceder a otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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