P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Hch 14,21-27; S 144; Ap 21,1-5; Jn 13,31-35
Todos los evangelios
que la liturgia propone para los domingos desde hoy hasta la fiesta de
Pentecostés son parte de la conversación de Jesús con sus discípulos y de su
oración al Padre al final de la Última Cena. Llenos de belleza y grandiosidad
nos sacuden por el amor que destilan, la vida trinitaria a la que nos abren y
la fuerza transformadora del misterio grande en el que nos sumergen.
Estamos en la última
cena. Jesús ha lavado los pies de los discípulos y ha despedido al traidor, a
Judas; su presencia le bloquearía; sólo a los más íntimos entre sus íntimos se
siente libre para manifestar lo que dirá a continuación: “Ahora es glorificado
el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él”. Por todo el contexto que sigue,
ese “ahora” y esa “gloria” suya y de Dios Padre se refieren a su pasión, muerte,
resurrección, ascensión al Cielo y envío del Espíritu Santo. Judas va camino
del Sanedrín a organizar a su gente y cobrar sus treinta monedas, “La hora”, la
que Jesús tuvo siempre presente, ha llegado. La sucesión en cadena de los
dramáticos, terribles, maravillosos y gloriosos acontecimientos y misterios de
la redención han comenzado ya. A todo ello Jesús lo llama su glorificación y la
glorificación del Padre. ¿Por qué? Estamos ante el gran misterio de Cristo, que
sólo la revelación de Dios nos puede de alguna manera iluminar.
Apenas comenzada su
predicación, al rabino Nicodemo le dice para darle alguna luz sobre su misión:
“Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo
del hombre sea levantado en alto –alude a la crucifixión– para que todo el que
cree en él no perezca sino que tenga vida eterna. Porque Dios amó al mundo de
tal manera que entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no
perezca sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió al Hijo al mundo para
condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,14-17).
Ya desde el momento
de su concepción en el seno de María, Cristo lo tuvo muy claro: “Al entrar en
el mundo dijo: Sacrificios y oblaciones (de las ofrendas y las víctimas del
Antiguo Testamento) no has querido; pero me has dado un cuerpo. Aquellos
holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He
aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!... Y gracias a esa voluntad se
nos perdonan los pecados y somos santificados por el sacrificio de una vez para
siempre del cuerpo de Jesucristo” (Hb 10,5-10; S. 40,7-9).
Enseña San Pablo que tras
el pecado de Adán y Eva entró el pecado en el mundo, de modo que se perdió la
gracia de Dios en todos los hombres, entró la muerte en el mundo y así todos
mueren, y arrastrados por la concupiscencia fueron cayendo en pecados
personales de modo que “no hay quien sea justo, ni siquiera uno solo” (Ro 3,10).
Pero “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”. “En efecto, si por el
delito de uno solo (Adán) reinó la muerte (y el pecado), ¡con cuánta más razón
los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia (el perdón de
sus pecados y la santidad) reinarán en la vida por uno solo, por Jesucristo!...
Porque así como por la obediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos
pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos
justos” (Ro 5,17.19).
Esta fue la misión
histórica y grandiosa de Cristo: la gran revolución, hacer de un mundo
constituido en el mal otro nuevo fundado sobre el bien, el amor sin límites, la
transformación de los hombres en Dios y para siempre. Solo el Hijo de Dios
podría realizar este prodigio, pero para ello debía humillarse hasta asumir la
naturaleza humana y además cargar con el pecado del mundo, con la
responsabilidad de limpiar y reparar todo el desastre humano que suman todos
los crímenes, acciones repugnantes, traiciones, mentiras, odio, soberbia y cobardía
de los hombres a lo largo de su historia. Esto lo haría ofreciendo su vida a la
muerte más humillante y dolorosa posible, asumiendo en sí mismo el castigo de
los pecados de los hombres, adquiriendo así para ellos las gracias de la
salvación eterna y glorificando al Padre con su obediencia hasta la muerte y
muerte de cruz. El mundo creado bueno por Dios y el hombre creado en la amistad
y en la unidad con Dios se había podrido por el pecado. Recrear, sanar y
restaurar todo aquello era la misión de Jesús devolviendo al Padre, en nombre
de los hombres, todo el honor que le corresponde. Dios es digno de todo honor y
gloria. Y el hombre Jesús, cabeza de todos los hombres, se lo dio en su nombre,
obedeciéndole hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso “llevó él mismo
nuestros pecados en su cuerpo” (1Pe 2,24) y “no conociendo el pecado, por
nosotros fue hecho pecado” (2Cor 5,21);
y así el Padre fue glorificado en el Hijo.
Pero a su vez el
Padre glorificaría al Hijo. Se entrega voluntario a la muerte, sus verdugos no
se atreven a apresarlo hasta que se entrega, aguantará la condena, las
bofetadas, burlas y salivazos, los latigazos, la coronación de espinas, los
clavos sin una queja. Dejará admirado a Pilatos por su dignidad. Asumirá la
injusticia del Sanedrín, del pueblo, de Pilatos. Se burlan sus verdugos. Abre
la boca para perdonar al ladrón de su derecha. Entrega su madre al discípulo. ¿Quién
ha hecho del madero de la cruz un altar y de su muerte el acto más grandioso de
la historia. Con razón comentó el centurión que “aquel hombre era en verdad
Hijo de Dios”. No ha habido jamás una muerte tan grandiosa y gloriosa como
aquella. Pero allí no terminó su gloria. El Padre lo resucitó, lo exaltó, le
dio el poder toda la creación y nadie puede alcanzar el perdón de sus pecados y
la salvación sino por la fe en él.
Cada domingo nos
reunimos para celebrarlo, vivir la fe en Él, que nos salva, y unirnos en un
mismo cuerpo, su Iglesia con una esperanza y un amor mutuo a imagen del suyo,
que también le da y muestra su gloria.
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