3. La gracia de la sanación
El Sacramento del Matrimonio no sólo es un compromiso adquirido con Dios; es Dios que lo acepta, quien, al mismo tiempo que hace sacrosanto el deber de amarse el uno al otro como Dios nos ama,“como Cristo amó a su Iglesia”, da la “gracia” o don divino de ese amor con el que han de amarse mediante el Espíritu Santo que se infunde en sus corazones (Rm 5, 5), hechos partícipes así del vivir de Dios (2P 1, 4). Esa gracia del vivir divino en su amor de pareja, deberán cultivarlo ambos cada día con responsabilidad y esmero, para que crezca y fructifique.
Pero juntamente con esa “Gracia”, el Sacramento da a los esposos otras “gracias”, dones divinos que serán necesarios y no hará falta pedirlos en cada caso, sino que se tienen viviendo el Sacramento. Es el don de crear en el otro: amar como Cristo ama a su Iglesia, al otro le contagia, le invita y le enseña a hacerlo a su vez. Es igualmente el don de elevar al otro, haciéndole salir a flote de lo ordinario y vulgar que hay en ese amor que procede de nuestro natural y que el mundo enseña. Es también el don de dar vida: no sólo al procrear, sino dando vida a su pareja, al cónyuge, con el que comparte el propio vivir.
Pero el Sacramento da, sobre todo, la gracia y don divino de la sanación. En la vida de relación de pareja fácilmente se ocasionan, en la relación misma, y en cada uno de los cónyuges, no pocas heridas; por ofensas pequeñas y ocasionales, o por ofensas repetidas que se acumulan, y por alguna acaso grave. Puede ser “porque no me felicitaste cuando yo lo esperaba”, “porque no me hiciste un regalo cuando debiste hacerlo”, “porque me hiciste un desaire”, “porque te fuiste a tal sitio sin mí”, “porque me levantaste la voz”, “porque me mencionaste algo que me dolía recordarlo”, “porque hiciste algo sin contar conmigo”, “porque no me dijiste a dónde ibas”, “porque llegaste tarde a casa sin avisar”, o cosas parecidas que pueden ocurrir cualquier día.
Algunos de esos detalles pueden llegar a ser graves, por su reiteración, o por haberse hecho en una situación que agravaba la cosa: en tal sitio, ante tales personas, en tal día, con tales modales, por tal razón implícita o sospechada. Pero una falta que siempre causa una herida grave, insanable de primera impresión, es el adulterio. En el cristianismo y en todas las creencias o culturas, ni la mujer perdona un adulterio de su marido, ni el hombre perdona el adulterio de su mujer. ¿También hay que “sanarlo”?
Aclaremos que “perdonar” no es “olvidar” la ofensa. Ciertamente Jesucristo perdonó a Pedro el pecado de haber negado con juramento, y por tres veces, haber conocido a Jesús. Le dejó totalmente perdonado. Pero podemos dar por seguro que Jesús no ha olvidado aquel hecho de Pedro: recordándolo, le sigue amando como le amó al perdonarle. Porque no es un “perdonar” suficiente responder con un “te perdono” ante la súplica de “¿me perdonas?”; eso es un “te perdono, pero te la guardo, y en la próxima que me hagas te lo echaré en cara”. El verdadero “perdonar” es el “dejar sanada la herida” y gozarlo de veras; como cuando uno se fracturó un brazo, si logra la curación perfecta con la debida atención médica, siente mayor gozo al verse sanado que antes de haberse herido.
Lo que se dice “olvidar”, no es posible si la herida fue grave; pero es que tampoco es necesario para “perdonar” de veras. Lo que sí es necesario, para el verdadero “perdón”, es la verdadera “sanación”. Aunque nos atrevemos a afirmar que, ante una ofensa cuya herida es grave y profunda, no se puede “sanar” de veras si no es desde la fe cristiana. Desde la fe por la cuál entendemos el amor como “amor de Dios en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5). Desde la fe en el matrimonio como Sacramento, como unión hecha por Dios para que no pueda romperla el hombre sin pecar haciéndolo, habiéndose jurado mutuamente amarse todos los días de la vida como Cristo ama a su propio Cuerpo, a su Esposa, su Iglesia. Desde la fe en el otro, que pecó; como Dios sigue creyendo en él y en su sincero arrepentimiento. Desde la fe en que hay que perdonar las ofensas igual que nos perdona Dios, haciendo que la ofensa ya no exista: la arroja al fondo del mar (Mi 7, 19).
Cuando “se perdona” desde esa fe, con todas las implicaciones que hemos mencionado, no sólo se le dice al ofensor “te perdono”; sino que, dialogando con mucho amor, el ofensor se siente comprendido a pesar de lo que hizo, se siente creído aun después de su maldad al ofender, se siente amado más que como se sentía antes de la ofensa, vive la intimidad del amor disfrutando el tesoro de haber conocido a esa persona y haberse casado con ella. No se disminuye el amor, sino que se consolida y se aumenta. Lograr la sanación hecha de esa manera, es un modo preclaro de vivir la Espiritualidad Matrimonial.
La sanación, como la manera auténtica de “perdonar” las ofensas, no es cosa se pueda hacer “de repente”, sino que es fruto de un laborioso proceso de reflexión desde los modos de fe que decíamos, y se toma generalmente su tiempo. Pero no el tiempo que se necesita para que la herida llegue a doler menos, sino para amarse como antes; las que son heridas graves nunca se curan “con el tiempo”, sino con la decisión lograda de amar a pesar de todo. Tampoco se logra con un esfuerzo de sabiduría humana al estilo estoico. Esa “sanación”, que se hace desde la fe cristiana, es un don que nos regala Dios junto con la participación que nos hace de su propio amor. Es “gracia del Sacramento”.
Cuando los hijos lo notan, cuando lo ven quienes conocen a ese tal matrimonio, se sienten auténticamente “evangelizados”, entienden que el matrimonio cristiano es Sacramento, creen que en él está Dios hecho hombre, creen que Cristo es el verdadero Salvador. Entonces el Matrimonio es Signo de la Salvación que Dios nos envió con su Hijo, es Signo del amor que Cristo tiene a su Iglesia no de santos sino de pecadores, es ser “testigos” de lo que hemos conocido y creído en Jesucristo (1Jn 1, 1-3). Es ser “Buena Noticia” para el mundo, que se ve tan perdido sin ella.
Recordar heridas concretas en nuestra vida de pareja que he tratado de perdonar pero no de sanar, y qué consecuencias están teniendo.
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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