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P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: 1Sa 16,1.6-7.10-13; S 22; Ef 5,8-14; Jn 9,1-41
Comentamos hoy este evangelio de la curación del ciego de nacimiento, empleado por la Iglesia desde antiguo en este domingo, para completar la catequesis de los que serían bautizados en la Vigilia pascual, como ya expliqué. Ya reflexionamos el domingo pasado sobre el primer efecto del bautismo, que es el perdón de los pecados. El segundo efecto es el de la participación de la vida de Dios: el don de la gracia santificante que nos transforma haciéndonos semejantes a Dios y nos comunica el Espíritu Santo. Este efecto consta de dos elementos. Uno es la gran transformación en mejor que se realiza en el alma del bautizado, que adquiere unas cualidades que superan las propias de lo meramente humano y la sitúan en la esfera de lo sobrenatural y divino. El otro, más precioso en sí mismo, es la presencia del Espíritu Santo, que hace del alma su habitación y templo. Hoy trataremos de aclarar algo el primero.
Aquel ciego nació así no por culpa de sus padres ni de él mismo, pero todo hombre nace condenado a muerte y ciego para ver a Dios cada a cara por culpa del pecado cometido por los primeros hombres, al que se añaden los pecados personales.
Jesús unta los ojos del ciego con el barro de su saliva y le ordena lavarse con el agua de la piscina de Siloé. El ciego lo hace y empieza a ver. El barro es símbolo del pecado, la saliva y el agua son símbolo del bautismo. El agua de Siloé dio al ciego la capacidad de ver, un sentido físico que nunca había tenido. Sin duda que la vida de aquel hombre cambió muy profundamente.
El bautismo va también más allá del perdón de los pecados, siendo ya éste un favor extraordinario. Porque además da una realidad nueva, espiritual, de origen divino, de cuya existencia y propiedades sólo podemos saber por lo que nos ha revelado Dios a través de sus enviados.
El nombre que ha recibido y con el que se la designa normalmente es el de “gracia santificante”. “Gracia”, porque es un don de Dios que Él nos lo da gratuitamente, sin ningún mérito nuestro, sin que nuestra propia naturaleza humana pueda ni siquiera vislumbrar que pueda existir, sin que pueda aspirar a él, menos merecerlo, sino que nos ha venido sólo por la infinita benevolencia de Dios con el género humano sin ninguna contraprestación ni mérito. “Santificante”, porque nos hace santos, como Dios es santo.
La gracia santificante aporta al hombre que la recibe algo que lo perfecciona, haciéndolo distinto de las demás criaturas y acercándolo y asemejándolo a Dios. Para entender esto de alguna manera veamos el ejemplo de los animales más perfectos. Sus organismos tienen los mismos elementos materiales que los del hombre (carbono, oxígeno, hidrógeno, etc.) y aun realizan operaciones como las del hombre (ven, oyen, digieren, etc.), pero no hablan, ni leen, ni son capaces de hacer tantas cosas como hace e inventa el hombre. Esta diferencia nos manifiesta que el hombre “algo” tiene de que carece el mero animal. Lo llamamos “alma”, el alma humana. El alma humana es lo que marca la diferencia entre el hombre y los animales y los demás seres de la tierra. El alma humana supone un salto imposible del mero animal al hombre. Gracias al alma el hombre es un ser muy superior a cualquier animal.
La gracia santificante es un ser divino que otorga Dios en el bautismo y que le comunica cualidades y capacidades de obrar muy superiores a las que se reciben de la naturaleza. Nosotros no podemos ni hemos podido saber de ello más que por la revelación de Dios. La gracia santificante nos une a Cristo como sarmientos a la vid (Jn 15,5), nos transmite la vida de Cristo, nos hace partícipes de la naturaleza divina, nos convierte así en verdaderos hijos de Dios y nos hace santos y capaces de obras meritorias como las suyas. Como un cristal, al quedar limpio, refleja la luz y el calor del sol, así el alma del bautizado, al ser limpiada de sus pecados, es inundada por la luz y la energía de Cristo resucitado. Narra el libro del Éxodo que, cuando Moisés regresó del monte con las tablas de la ley y también cuando salía de haber hablado con Dios en la Tienda de la Reunión, su rostro brillaba y se lo tenía que cubrir con un velo. Es lo que sucede con el alma del bautizado cuando actúa conforme a lo que es: su vida es un reflejo de la vida de Dios, que esconde dentro.
Una palabra sobre las virtudes teologales. El alma humana para actuar está dotada de la razón y de la voluntad. De modo semejante este don de la gracia santificante viene acompañado de las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad. Son cualidades permanentes con las que el alma cristiana realiza las actividades propias de los hijos de Dios. Con la fe el alma se adhiere a las verdades de la fe basada en la convicción de haber sido reveladas por Dios; con la esperanza ansía la dicha de encontrarse con Dios y poseerle por toda la eternidad, con la caridad ama a Dios y se entrega a Él pues el amar a Dios constituye su máxima felicidad.
Recordemos, pues, la parábola de los talentos. Sin duda que el bautismo es el principal de los talentos que Dios nos ha dado. Hagámoslo producir. La lectura y meditación orante de la palabra de Dios, la oración como actividad normal, la confianza en el Señor y la alegría en el amor a Dios harán de nuestra vida una vida solo explicable por la gracia sobrenatural de que es fruto y testimonio.Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.
P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog
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