Acaba ya el año litúrgico. A partir del último domingo de este mes (noviembre) comienza el nuevo con el adviento, que nos prepara para la vivir la Navidad y el nuevo año. Coincidiendo con este final, la Iglesia medita los misterios del después de la vida en este mundo. Hoy nos invita a reflexionar sobre la muerte. “Frente a la muerte el enigma de la condición humana alcanza su cumbre” (C.I.C. 1006; Vat II, GS 18). Todos hemos de morir. “Está establecido que todos los hombres mueran una sola vez” (Hb 9,27).
Sin embargo no será ése nuestro último destino. Cierto que la muerte es consecuencia y castigo del pecado que el primer hombre, Adán, cometiera: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado; porque eres polvo y al polvo volverás” (Ge 3,19).
Pero no eran estos los planes de Dios. “Dios creó al hombre incorruptible, mas por envidia del Diablo entró la muerte en el mundo” (Sab 2,23-24). Y no mudó de intención tras el pecado de Adán. En la cruz cargó con nuestros pecados para liberarnos de ellos, y en la cruz cargó con la muerte para otorgarnos la vida eterna. Así la obediencia de Cristo hasta la muerte transformó la maldición de la muerte en bendición (v. Ro 5,19-21).
Los cristianos tenemos la ventaja de poder enfrentar su misterio desde la fe con conocimiento cierto de lo que será. San Pablo habla de morir en Cristo y de vivir para el Señor. El evangelio de hoy habla de la muerte como un despertar para unirse al gozo de Cristo, el esposo que celebra sus bodas con la Iglesia, su esposa, en el banquete eterno.
Nadie sabe cuándo llegará. Jesús nos avisa para que vivamos preparados y vigilantes. Los mayores sabemos por ley de vida que necesariamente nos queda menos tiempo; pero todos los días hay niños y jóvenes que mueren. Nadie puede prometerse con certeza un minuto más de vida. El Señor nos advierte con apremio que estemos dispuestos para responder enseguida a la llamada. La llama encendida que da derecho a acompañar al Esposo es la fe. Hay que mantenerla siempre encendida y vigorosa, hay que mantenerla así con el aceite de la oración, los sacramentos y las buenas obras. Pese a que no podamos estar viendo a Dios continuamente y a veces por nuestras faltas la fe se adormezca y el sentido de lo eterno se debilite, mantengámoslo encendido, es decir evitemos sobre todo el pecado mortal, que nos mata la vida de Dios. “Vanidad de vanidades y todo vanidad. Todo es atrapar viento” –dice la Biblia en el libro del Cohelet–. Todo aquello que hayamos hecho sin preocuparnos de hacerlo porque Dios lo quería y como Dios lo quería, perecerá. “Basta de palabras –prosigue el Cohelet–. Todo está dicho. Teme a Dios y guarda sus mandamientos; que eso es ser hombre cabal. Porque toda obra la emplazará Dios a juicio, también todo lo oculto a ver si es bueno o malo” (Coh 1,2.17; 12,13-14).
Vigilar, pues, es estar alertas al valor transcendente de la vida, lo que significa ser conscientes de que la vida que vivimos no es sólo la de este mundo, que vemos, oímos y palpamos, pero que se acabará, dejando como mucho, como los navíos en la mar, una estela que pronto se extingue. Si no se tienen ideas claras, la vida no vale nada. Pero si vale, ha de tener sentido y éste sólo podemos dárselo más allá de la muerte.
Todas las grandes culturas llegaron a conocer esta verdad. También los antiguos pobladores americanos de tribus y culturas diferentes. Lo atestiguan, aun con errores, su culto a los muertos y sus monumentos funerarios. Nosotros sabemos lo que sucede tras la muerte por la palabra de Jesús. Somos ciudadanos del mundo futuro más que de éste. Hemos sido creados y vivimos para estar aquí unos años y ganarnos un lugar junto al Padre, al Hijo y al Espíritu y participar de la fidelidad de Dios sin que nunca se termine. Ésa es nuestra tierra, nuestra patria real. Queramos o no, es nuestro destino. Por eso la vida es importante, porque se vive para la eternidad. Quien no se da cuenta, duerme y está cavando su propia ruina eterna. Más allá del mero valor humano y terreno de las obras, está su valor eterno, el sobrenatural, el que tienen ante el juicio de Dios: “Está determinado para todo hombre que morirá una sola vez y después será juzgado” (Hb 9,27).
Porque es natural el miedo a lo desconocido y el miedo a la muerte, debemos pedir constantemente a Dios la gracia de una buena muerte. Tengamos además en cuenta que la gracia de la perseverancia final, la de morir en gracia de Dios, es una gracia especial y la gracia nunca se merece sino que se alcanza por la oración confiada y perseverante. “De la muerte repentina e imprevista líbranos, Señor”, pedían las antiguas letanías de los santos. “La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte y a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros «en la hora de nuestra muerte» y a confiarnos a S. José, patrono de la buena muerte” (C.I.C. 1014). Hagámoslo por nosotros y por los pecadores.
Los buscadores de oro sacuden su cedazo para encontrar entre kilos y kilos de arena alguna pepita de oro para poder vivir. Viviendo nuestras obras normales al son de la fe y del Evangelio, las convertimos todas en oro de lo mejor para la vida eterna. Estemos siempre despiertos con la fe encendida y brillante; vivamos en Cristo para celebrar un día eternamente sus bodas con la Iglesia su esposa, es decir con todos nosotros.
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