2. La principal prioridad
“No es bueno que el hombre esté solo”, dijo Dios habiendo creado al primer hombre. Aquel hombre lo tenía todo, todas las cosas eran suyas; pero se sentía vacío y desdichado en su soledad. Entre tantas cosas, no encontraba una que pudiera hacerle compañía. Como Dios no sería feliz sino en la Relación de amor en su Trinidad de Personas haciendo un único Dios, así el hombre, que era verdadera “imagen y semejanza” de Dios, no podía ser feliz viviendo solo. La experiencia universal nos lo enseña.
Todas las otras prioridades son comunes en los casados; tanto que no les resulta fácil decir cuál de ellas ocupa, en su vida y en el de la pareja, el primer lugar. Todas ellas resultan tentadoras en un mundo que las vive y las enseña; son normales en ese mismo mundo que hace tan difícil no darles esa importancia. En realidad, no es legítimo ni posible excluir alguna de ellas del campo de unas necesidades que son inapelables. Ni es fácil hacer una selección de cinco por encima de todas las otras; mucho más difícil aún es elegir la que se juzgue ser la primera.
Pero al poner “la relación de pareja” como la primera prioridad, podemos reflexionar y ver que, de hecho, todas las otras no sólo son menos importantes, sino que hasta dejan de ser importantes cuando falta la principal: la buena relación de la pareja en su vivir cada día unidos en matrimonio. Ser la mejor pareja que se pueda ser, viviendo la mejor relación que se pueda vivir en la pareja, no sólo podemos ponerlo como lo principal; sino que, como cristianos, lo ponemos como el primer elemento del vivir la fe en el Matrimonio como Sacramento, la esperanza desde él, y el amor como Dios nos ama, virtudes que constituyen la espiritualidad matrimonial, viviendo el Sacramento de la Iglesia que los unió.
La relación de pareja, que decimos ha de ser la primera prioridad en el matrimonio, consiste en la disponibilidad de ambos para dar al otro lo que se le vea necesitar; la apertura hacia el otro para saber, en todas las situaciones, recibir con gratitud lo que otro le está dando; la confianza de ambos para poder pedir el uno al otro lo que necesite; la generosidad y entrega mutuas para acoger lo se le pide a uno, y a quien se lo está pidiendo. Es la responsabilidad de cada uno para saber decir sí o poder decir no a lo que le pide el otro, pero con amor. Es la fidelidad permanente, que le da al otro la seguridad de no verse nunca sólo, habiéndose casado ante Dios para vivir toda la vida en la unidad de la más perfecta intimidad. Pudiendo siempre decirse el uno al otro: ¡Qué suerte tuve de casarme contigo!
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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