P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Ez 18,25-28; S. 24; Flp 2,1-11; Mt 21,28-31
Este evangelio nos sitúa en la última semana de vida mortal de Jesús, entre el Domingo de Ramos y el Jueves Santo. En esos días Jesús sostiene discusiones fuertes con escribas, fariseos, saduceos y aun sacerdotes y ancianos miembros del Sanedrín, que le llevarán a la cruz.
El sentido de esta breve parábola, dura en su contenido, es claro. No es la primera vez tampoco en que expresa una idea semejante. El Padre representa a Dios. Ellos son los hijos buenos, cuidadosos en su forma de expresarse muy respetuosa con todo lo religioso; pero sus obras no son las que Dios quiere. No creen, no se arrepienten, no cambian de vida, no escuchan el mensaje de Dios ni a Juan ni a Jesús mismo. La idea no es nueva en su predicación. Ya la expresó con énfasis acabando el sermón del monte. Escuchar y no hacer es edificar sobre arena; escuchar y hacer es edificar sobre roca (Mt 7,21-27).
La liturgia de hoy en la segunda lectura San Pablo presenta a Cristo como ejemplo de coherencia entre las palabras y los hechos en la práctica de la virtud de la caridad, resumen de la moral cristiana.
Quiere insistir, porque viene a ser un indicador seguro de la calidad de su fe. Filipos es una comunidad —piensen en una familia, un grupo, una parroquia, una diócesis— que ha dado grandes alegrías a Pablo. Pablo la anima hacia lo más alto: “denme esta alegría: manténganse unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obren por envidia ni por ostentación” —la envidia y la pretensión de aparecer ser más que los demás mata la caridad— “déjense guiar por la humildad y consideren siempre superiores a los demás. No se encierren en sus intereses, sino busquen todos el interés de los demás” —el que llega a hacer esto es porque se ha transformado en Cristo—. “Tengan entre ustedes los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús”—es decir de una vida transformada por la presencia, el Espíritu, la fuerza activa de Jesús.
Y canta a continuación uno de los cantos a Cristo más hermosos de la Escritura, repetido una y mil veces por sus grandes adoradores y amigos: ”Él, a pesar de su condición divina—a pesar de que era Dios—“no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”. Esto es verdad, esto es lo que eligió el Padre para Jesús y Jesús aceptó para realizar la misión de salvar a los hombres. No vino como emperador poderoso a la cabeza de un gran pueblo ni de grandes ejércitos; al revés perteneció a un pueblo entonces humillado y sometido y en él nació en una familia pobre y sin poder; sería rechazado, condenado a muerte con suplicio de esclavos, como uno de tantos. “y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”.
Este fue en resumen el camino salvador de Jesús y éste, y no otro, ha de ser el camino de nuestra propia salvación y de nuestra colaboración en su obra salvadora: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo y que tome su cruz y me siga” (Mt 16,24). El texto de Pablo destaca como lo más necesario en este seguimiento la humildad. Humildad es aquella virtud del espíritu que se alegra por pertenecer a los últimos, no se entristece por estar en el último lugar, acepta que su puesto es servir, recibe con paz palabras y gestos de poco aprecio. Cristo la recordará en la Última Cena como última lección y base del amor mutuo para motivar a los hombres a creer en él. San Pablo la pide aquí a los filipenses para que lleguen a ser una comunidad cristiana modelo; la pone como la virtud de Cristo más destacada y fuente de toda su obra redentora; concluyendo con esta expresión maravillosa: “Por eso Dios lo levantó sobre todo” —los últimos serán los primeros— “y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre», de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el Cielo, en la Tierra, en el Abismo, y toda lengua proclame: «Jesucristo es Señor» para gloria de Dios Padre”.
Si cada domingo, como hoy, nos reunimos en la misa para purificarnos, cantar y alabar a Dios, es porque queremos cumplir la voluntad de nuestro Padre. Pedimos perdón al principio de la misa, porque a veces hemos respondido “no” a la invitación del Padre aunque luego nos hayamos arrepentido; pero otras veces dijimos “sí” y no lo hicimos. Y deseamos hacerla con más perfección y alegría. Queremos formar comunidades cristianas, empezando por nuestras propias familias donde el amor brille.
Sabemos que para ello es necesaria la gracia de Dios. La acción de esta gracia, que hace fácil el bien, se nota con frecuencia en la conciencia. Suele ser un sentimiento complejo de paz, alegría de ser amado y perdonado, de fuerza para el bien, cuyo deseo viene de dentro, sin imposición externa. Desaparece si uno se deja engañar por la vanidad. Recordemos a Jesús cuando, lleno de entusiasmo, se dirige al Padre: "Yo te glorifico, Padre, porque estas cosas - los secretos de la fe y de tu amor- las ocultas a los sabiondos y las manifiestas a los pequeños. Aprendan de mía a ser mansos y humildes y hallarán la paz del alma" (Mt 11, 25-29) y, más aún, la gracia del Todopoderoso.
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