Homilía: Domingo 26º T.O. (C), 26 de Septiembre


Lecturas: Am 6,1.4-7; S 145; 1Tim 6,11-16; Lc 16,19-31

La limosna, deber
y garantía para el Cielo
P. José R. Martínez Galdeano, S.J.

Como les indiqué el domingo pasado, aquel evangelio y el de hoy pertenecen al mismo capítulo, dedicado todo él al uso de las riquezas. Entre ambos hay una breve cuña de discusión con los fariseos, que ironizaban sobre estas enseñanzas de Jesús, porque—dice el texto—“amaban las riquezas” (16,14).

Con la parábola de hoy Jesús remata su enseñanza. Vuelve a hacerlo con arte y dramatismo extraordinarios; incluso pone nombres propios a los personajes. Digamos que se emplea a fondo, lo que indica que considera este tema como muy importante.

La parábola es una narración inventada para explicar algo. No quiere decir más que lo que dice, no hay que añadir nada al texto. En esta parábola se nos dice que el Epulón es llevado al infierno de la forma más natural. El único pecado del rico fue de mera omisión. No hay insultos, gritos, desprecios, echar a Lázaro de su cercanía. Sin embargo es claro que tenía que ir al infierno, habiéndose portado así. Vivió como si Lázaro no existiese. Eso fue todo y por eso era natural y obvio que, tras la muerte, fuera al infierno.

Epulón en el infierno —¡ojo! aquí tenemos uno de los muchos lugares de la Escritura que nos hablan de la existencia del infierno— pide misericordia (“¡ten piedad!)” y suplica el imperceptible alivio de una gotita de agua. No se le concede. “Recibiste tus bienes en vida”; pero no se hizo amigos en las moradas eternas con la administración del “dinero injusto”.

La parábola deja claro que la limosna es una obligación cristiana, no mera recomendación. Lo confirman muchos otros pasajes de la Escritura: “Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario y alguno de ustedes les dice: vayan en paz, caliéntense y hártense, pero no les dan lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?” (Sant 2,14-16). Y en otro lugar: “Si alguno que posee bienes de la tierra ve a su hermano padecer necesidad y le cierra el corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor? Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según verdad” (1Jn 3,17-18).

Para Jesús la limosna, con el ayuno y la oración, es uno de los tres pilares de la vida del hombre religioso. Jesús sigue sosteniendo con todo el Antiguo Testamento que la limosna es fuente de retribución celestial (Mt 6,2-4), que constituye un tesoro en el cielo (Lc 12, 21.33s) gracias a los amigos que granjea uno allí (Lc 16,9), y por fin que “lo que hicieren a uno de estos pequeños a mí me lo hicieron” (Mt 25,31-46). Se trata en este texto de la medida con que Jesús, investido de la autoridad de juez absoluto de todos los hombres, va dictaminar sobre el mérito adquirido en la vida por cada persona. El texto no tiene pierde y hay que tomarlo con toda seriedad. Cristo nos va a pedir a cada uno razón de las limosnas que hemos dado con los bienes que él puso a nuestra disposición.

El Evangelio, pues, lo dice con claridad: La limosna es un deber moral gravemente obligatorio. No es meramente para ser mejor cristiano. Es simplemente para ser cristiano.

Y la Iglesia lo enseña así. Toda la tradición de la Iglesia (y en estas cosas la Iglesia no se equivoca) ha vivido la limosna como una obligación grave. Proponiendo el dogma del infierno eterno, enseña así el Catecismo de la Iglesia Católica: “Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños, que son sus hermanos (Mt 25,31)...Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno” (1033). “Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo... Jesucristo reconocerá a los elegidos en lo que hayan hecho por los pobres... El amor de la Iglesia por los pobres pertenece a su constante tradición. Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas, en la pobreza de Jesús y en su atención a los pobres. El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de ‘hacer partícipe al que se halle en necesidad’ (Ef 4,28). No abarca sólo la pobreza material sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa. El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta” (C.I.C. 2443-2445). Y dado que el primer fin de la totalidad de los bienes creados es que satisfagan a las necesidades de todos los hombres, cuando en un caso concreto esto no suceda y podamos con nuestros bienes aportar remedio, recordemos la perícopa del domingo pasado: nuestros bienes son en verdad de Dios, que nos los ha dado en administración hasta que vuelva, como lo dice en aquella parábola de los talentos.

En conclusión: la limosna a los pobres debe ser constitutivo de nuestra vida cristiana. Examinémonos de ello cuando nos vamos a confesar. El desarrollo de las comunicaciones ha hecho posible y aun fácil conocer necesidades graves en lugares alejados y aun poder enviar nuestra ayuda. Bueno es aprovechar estas oportunidades. Buena costumbre es celebrar las fiestas con una limosna. Procuremos no ser engañados por los “vivos”, pero que ello no impida la limosna. Que los pobres formen parte del tejido normal de nuestra vida cristiana. Bueno es participar normalmente o algunas veces en actividades de servicio a los pobres, enfermos, necesitados. Que un día, que para más de uno no está tan lejos, tengamos la dicha de escuchar: “¡Vengan, benditos de Padre! Porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y en la cárcel y me visitaron. Fue cuando lo hicieron con uno de mis hermanos (Mt 25, 40.45).
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